El fracaso del sexo
Nunca antes había tenido una excusa para ir a un local swinger.
Mis escarceos en clubes de Hungría, Francia o Inglaterra obedecían a la
certeza de que no tardaría en llegar el encargo de visitarlos para
trazarle al lector una composición de lugar. Sobre eso nunca hubo dudas
porque el trabajo inaplazable es la propia muerte, y el sexo es inmune a
ella; un antídoto para despistarla mejor que escribir este artículo. Si
correr ante una amenaza supusiese un acto cobarde, correrse ante un
peligro podría considerarse algo osado. A menudo la realidad se empeña
en demostrar lo contrario.
Unos labios vaginales traducen algo a mi lengua. Su protector bucal —la persona que se manifiesta por ellos—
es boxeador, pero qué diablos sé yo. Ella le llama cariño y le pide
joder un poco. Su mano libre me masturba durante un rato y mi chorro
sale disparado como si lo que hubiese meneado fuese una botella de
champán. Luego el tipo viene a por mí y las excusas que le doy no tienen
ningún efecto en él.
—¡Puto extranjero! Manchaste a mi novia y me salpicaste en la oreja.
—En aquel cuarto había más gente…
—Voy a matarte, cabrón.
—Tranquilo jefe, la cama no es un ring, nada es personal aquí.
Recuerdo el mordisco de Mike Tyson a Evander Holyfield
en el tercer asalto de la por aquel entonces pelea más cara de la
historia. Le arrancó un pedazo de oreja y la escupió sobre el
cuadrilátero. Espero que el tipo haga oídos sordos de la suya, pero mi
acento latino inflama su vena racista. Casi puedo contar sus prejuicios,
los lleva tatuados en la sien. Trato de esquivarle, pero me proyecta
contra el marco de la puerta y de rebote voy hacia el bar en busca de
una salida; aunque estoy en un segundo piso. Le digo al dueño que un
cabrón ha perdido el juicio. La camarera, un viejo transexual, se queda a
mi lado mientras Peter va y habla con él. A la vuelta suelta:
—Ese
tío ha ganado algunos campeonatos, ¿entiendes? Debes aprender que no
hay que correrse sobre un boxeador. Se ha ido a la ducha, será mejor que
cojas un taxi antes de que salga. Vuelve otro día.
—Sabias palabras, Peter.
Aunque
la gente continúa bailando yo no escucho la música, solo las
maldiciones del púgil y su histérica novia camino del cuarto de baño. Le
pido a dios que el antro tenga agua caliente. Recojo mi chaqueta del
perchero y bajo las escaleras hasta la calle, acompañado de la
transexual. He perdido el antifaz, pero si el boxeador me encuentra
nadie podrá reconocerme. Esto es la periferia suroeste de Londres: hay
naves industriales bordeando la autopista, grillos agitando los élitros
en la oscuridad y grilletes en los tobillos de aficionados a jueguecitos
de sado. La transexual le quita hierro al asunto:
—Mientras
estés conmigo no te hará daño; me respeta. En los encuentros matinales
del sábado el público te hubiese aplaudido por eso. Elegiste mal el día…
Pasado mañana habrá otro.
El señor de voz aniñada saca falso pecho al hablar de las fiestas Ouch,
una onomatopeya del quejido de placer de las clientas al recibir de
buen agrado una cachetada en el culo. Los encuentros se celebran una vez
al mes en The Hellfire Club.
La admisión cuesta 15 euros y las mujeres juegan el rol de profesora o
alumna y dejan que los hombres les den nalgadas. El plato estrella del
menú los sábados por la mañana son las tortitas en el culo aderezadas
con un chorrito de esperma. El local, un viejo estudio cinematográfico
reconvertido en club swinger,
tiene pizarras y escritorios escolares junto a cadenas, correas y
cinturones de castidad. También hay un todoterreno negro decorado como
una limusina. La capacidad máxima por cópula son ocho personas y no hay
control de alcoholemia.
El
desconsolador horizonte social al que se enfrenta el hombre es similar a
un desierto, las oportunidades escasean y resulta imposible buscar
oasis sin arriesgar en algún término. Una imagen vale más que mil
palabras, de la misma manera que un agujero es más real que un álbum de
recuerdos. Algunos solo quieren mirar por ese orificio, pero palparlo y
penetrarlo pasa por ser el fin del periodismo. Mientras el mundo intenta
salvar su culo sin ojos en la nuca, en los clubes swinger todos afirman ver la luz dentro del túnel, aunque a veces hay que correr si eres lo suficientemente osado. ¡Ouch!
Los
libertinos desarrollan un vínculo tan sólido que ver a su pareja
disfrutando con otro hombre o mujer les da placer a ellos también. Según
ellos, esa envidia sana es lo que hace florecer la relación. Yo no
estoy tan seguro. Esas orgías en principio extraordinarias llegan a
transformarse en algo tan banal y ordinario como cancelar un recibo de
luz en el banco. Esta crónica podría ser una coartada, pero los trabajos
por encargo pierden espontaneidad si no llegan en el momento justo. Los
clubes de apareamiento consentido, sin embargo, son lugares que venden
una gran carga de impulsividad, de modo que voy a pasar el verano al
sureste de Francia, una de las capitales mundiales del libertinaje.
Le
Cap D´Agde se desarrolló en los años 60 como un destino de playa
orientado al naturismo. La gente sigue yendo al supermercado o el banco
sin otra ropa que su piel, pero ahora más del 80% de los visitantes se
entregan a las bacanales. En la playa la hora determinada
extraoficialmente para ello es a partir de las cinco de la tarde, en una
zona en la que se concentran grupos de holandeses, alemanes, españoles o
franceses para dar rienda suelta a su lubricada imaginación.
Alguien
pasea a una jovencita con varios metros de correa de cuero enrollados
al cuerpo, y la perrita incluso levanta la patita para orinar. La gente
aplaude o se quita el sombrero y otros hacen como que no va con ellos al
mismo tiempo que no pierden detalle. En los complejos turísticos de la
colonia naturista hay restaurantes, saunas, hoteles, campings,
supermercados, centro médico y muchos locales de intercambio. Solo uno
de ellos es de ambiente gay. La anécdota del boxeador de Londres sería
impensable aquí, en la nación del Marqués de Sade. El lema de Francia: libertad, igualdad y fraternidad, es también promovido y aceptado por la comunidad swinger.
Es medianoche y la luna llena no le quita ojo a la desierta playa nudista de Cap D’Agde, como una voyeur
más en el parque de atracciones del sexo esta fresca noche de
septiembre. Como siempre, he aparcado la bicicleta a la entrada de la
comuna naturista y atravesado a pie la atenuada atmósfera de los
complejos turísticos para dar con Le Glamour, el local con mejor reputación del ambiente, con capacidad para 1000 parejas. En un restaurante adyacente cenan Virginia y Francis, el dúo de un pueblo de 7000 habitantes que conocí en mi visita a Le Kalyptus,
un club de la ciudad de Montpellier, a 70 kilómetros de donde estoy
ahora. Entre ambos suman 80 años, pero él le saca 30. Es más fácil
calcular las distancias que las personas con las que han intimado. Han
recorrido millas de carne.
De
camino a la cita recuerdo la primera vez que los vi hace tres semanas…
una tarde en la que al llegar a casa charlé con el cubano que sirve
tragos frente a mi apartamento. Antes de despedirme, Wilson me ofreció un tabaco negro sin filtro y confesó:
—Sigo siendo el mismo que aterrizó aquí hace nueve años, excepto porque he probado de todo.
—¿Todas las ramas del árbol genealógico?
—En los cuartos oscuros no se distingue y termina pasando con todos. Aquí he abierto la mente y…
Agradezco
el humo sin dejarle terminar la frase, pues nunca he detectado
conductas homosexuales en ese ambiente y me consta que no es así. Tengo
diez minutos para preparar una bolsa y pedalear hasta la estación de
ferrocarriles de Agde si quiero llegar al de las cinco de la tarde con
dirección a Montpellier. Llego a tiempo de comprar el billete y colgar
la bicicleta de un gancho del vagón.
En
el trayecto repaso notas sobre Le Kalyptus, el local de intercambio que
parece menos frívolo. Hay un sistema de tranvías en Montpellier, y debo
tomar precauciones para no tener un accidente si me subo a la bicicleta
ebrio. Al apearme del tren hago un trayecto de reconocimiento para
calcular la distancia con la estación (25 minutos) y tomar una foto del
exterior. A pesar de ser decadente e inhóspito, hay coches con gente
esperando a que abra desde una hora antes.
Los
hoteles baratos están llenos… regresaré esta misma noche si no me dejo
arrastrar por el ambiente hasta la hora de cierre y luego a esperar que
amanezca. Algunos swingers tienen servicio de buffet y bar abierto, pero el todo incluido de Le Kalyptus
no incluye la comida, la bebida ni la conexión a Internet. Pido mesa en
un restaurante del centro y ordeno algo ligero que pueda digerir en 25
minutos: una crema de alcachofa y un vaso de vino. Sé que los espárragos
agrían el semen. Con la alcachofa no estoy seguro, pero creo que ambos
vegetales son afrodisíacos.
—Estamos en la ciudad gay de Francia, amigo —celebra el camarero.
—Yo soy la excepción que confirma la regla, tomaré el postre en otro sitio…
Hacia
las nueve de la noche aseguro la bicicleta a una verja y saludo
amigablemente a los porteros. La entrada, el albornoz, la toalla, una
copa, un café y algo de fe me cuestan 50 euros. Deposito la ropa en la
taquilla y voy al bar descalzo con la toalla enrollada a la cintura. En
cierta ocasión en Budapest salí de la misma guisa al salón del Dreamland—en mi primera experiencia swinger para esta crónica—, pero el portero me llamó la atención por las zapatillas Converse All Star. Entonces
seguí la fiesta con los calcetines puestos, pero ahora tengo la
decencia de quitármelos. Con el tiempo uno aprende a saborear el frío
frente a la hoguera.
La
mayoría de locales de intercambio permiten la entrada a un número
limitado de hombres solos, al fin y al cabo ellos representan la base
del negocio en base al costo de la entrada. Hay otras excepciones como
el Club de Fans de Hombres Negros, en Londres, al que solo
acceden hombres de color. Para un lobo solitario en busca de la mamada
lo normal es deambular en compañía de una copa por los entresijos del
garito, hasta dar con los rincones clave donde dar rienda suelta al
instinto básico. Allí nadie juzga a nadie, pero si un hombre soltero
tiene una copa a mano nadie dará por hecho que está solo. El intercambio
es el hábitat natural de cualquier ser vivo, pero el orden de las cosas
ha cambiado y la mercancía que se troca aquí es de la misma naturaleza,
lo que me lleva a pensar en una sombra de aburrimiento. Los
documentales televisivos analizan los procesos evolutivos de otras
especies como si los humanos fuéramos mucho más que carne y huesos y
rasantes. En Japón hacen el amor con muñecas de 6000 euros mientras
Occidente acecha como un mirón que amenaza con perderle el respeto a
esas piezas de silicona y esqueletos de titanio. Me parece que deberían
focalizar su atención en analizar la evolución de la especie swinger.
La
oscuridad me ha puesto en marcha. Los peldaños de madera de la escalera
rechinan como si fueran a ceder mientras oigo unos gemidos lejanos. Hay
varios pasadizos con celdas. En una de ellas dos chicos terminan de
cepillarse a una pelirroja. Ninguno tiene rostro. Hombres furtivos
observan como cazadores. Mi copa se está poniendo caliente, apenas le
queda un hielo. La agarro por el culo y volvemos al bar. Al bajar la
escalera leo un cartel de aviso. Dice: “ATENCIÓN AL PLAN DE EVACUACIÓN”,
y una serie de instrucciones. Jamás presto atención a esas
advertencias, pero la ironía de esta me golpea. Aquí todo el mundo está
deseando evacuar, descargar, eyacular, correrse por las escaleras
mientras el local arde en llamas… Lo mismo ocurre en el resto de
inmuebles, pero aquí el plan es anunciado de manera no efectista sino
efectiva. No es un cartel de prevención, sino de curación. Imagino la
cara del encargado de su revisión.
Me
cuelgo de una pareja. Un ángel rubio con cuerpo de instructora de
aerobic junto a un hombre sin cara. Apenas cruzamos palabra. Ni él con
ella ni yo con el otro chico que entra la celda. No sé si la chica es
ninfómana, pero su desenfreno sexual me recuerda alguien que acaba de
abandonar la cárcel. También sé que es francesa porque no la entiendo.
La barrera lingüística desata los sentidos… les dejo tomar el mando por
una cuestión de espacio y le acaricio los pies a la rubia esperando mi
momento. Ella me agarra la mano y me conduce al meollo. ¡Ven aquí, echo
en falta un miembro! parece decir. Otra pareja se cuela en el cuarto y
el celador les dice que se vayan. Una fuente de preservativos a la
entrada de la celda estipula que esto no es una cárcel aunque muchos
clientes se aten de pies y manos.
En los swinger
normalmente se abre poco la boca para hablar, como en misa o en la
ópera se permanece en silencio mientras se canta o gime según el caso.
Es algo que tienen en común estas selectas expresiones artísticas: todo
gira en torno a la actuación sobre el escenario. La reacción de la
mayoría de la gente cuando les dices que vas a la ópera o misa es
similar si les cuentas que has optado por el plan de evacuación.
Miradas,
sauna, cerveza, cigarrillos, champán barato, café y un baño en la
piscina. En el jacuzzi la clientela repone fuerzas. Paso por cada rincón
del local excepto el cuarto exclusivo para parejas, allí solo puedo
observar por una mirilla. De nuevo en el jacuzzi recuerdo que a esa hora
ya no hay trenes. La clientela representa el árbol genealógico casi al
completo, pero solo algunas de sus ramas continúan dando frutos. Todos
quieren morder la manzana, tal vez porque una al día mantiene alejado al
doctor. El ejercicio me ha abierto el apetito.
Me
acerco a Virginia y Francis antes de saber cómo se llaman. Tras tres
triunfantes tríos, por darle una tono lírico al asunto, es agradable
charlar de nuevo. Francis tiene pinta de haber servido en el ejército,
su calva y su poblado bigote imponen cierto respeto. Tose como una
metralleta mientras maldice por un cigarrillo. Ella no tiene vello
púbico y lleva el cabello bien corto. Tal vez ahí esté la gracia del
bigote, en usarlo de esponja. Virginia derrocha familiaridad, como si la
conociese de un concurso en antena. Ellos nadan hacia el borde
contrario de la piscina que en esa sección no anda lejos. Calibro la
distancia con la pierna derecha para ver si lograría tocarle el culo
desde mi posición, así que estiro el brazo, luego la pierna y le
pellizco la nalga con los dedos del pie. Le dice algo al oído a Francis y
viene hacia a mí. Me enseña los dientes y me invita a sentarme en el
borde. Estoy fuera del agua pero me siento sumergido: mi cerebro
borbotea burbujas de placer.
Francis
no habla bien inglés, pero acierta a decir que tiene un apartamento en
Gran Canaria —mi isla de origen—. Sus clubes favoritos son el 2×2 de playa del Inglés o el Fun4All, un complejo de apartamentos de intercambio cuyos dueños han comprado una isla en Bahamas para desarrollar su proyecto swinger al otro lado del océano.
Cuando le respondo que resido temporalmente en Cap D´Agde, se le
ilumina la cara y su sonrisa expande el bigote. Podemos quedar otro día,
sugiere. Su novia susurra:
—Tuve un accidente y aún no he terminado la rehabilitación. Un problema de vértebras. Por eso no puedo hacer lo que me gusta.
Se
limpia los restos de semen de la boca y sale del jacuzzi… Son las dos
de la madrugada y todo el mundo parece exhausto, pero mi casa sigue
estando a 70 kilómetros y debo buscarme la vida. Francis y Virginia se
ofrecen a llevarme, metemos mi bicicleta en su coche y se desvían una
hora del camino para dejarme en la puerta. Virginia ha estado
prendiéndole cigarrillos a Francis todo el trayecto. El hombre carraspea
como su viejo coche, pero su aparato debe de estar bien engrasado: su
pareja tiene 30 años menos y más guerra encima de la que le corresponde.
Tres semanas después entro en el restaurante del campo naturista en el
que están ellos.
—Mañana es el cumpleaños de Virgin: 26.
—Magnífico. ¿Cómo va su vertebra?
—Mejor.
Estoy buscando 25 españoles para que se acuesten con ella mañana a las
ocho de la tarde en Le Glamour. Yo seré el número 26.
Ella
sonríe. Les prometo que iré, aunque me resulta descorazonador. Procuro
preservar un grado razonable de intimidad hasta paseando desnudo por una
de las Sodoma y Gomorra del siglo XXI. El movimiento swinger es
más puro y honesto que otros. No hay tapujos ni medias verdades. Es un
estadio anterior a la sociedad con una escala de valores más alta aunque
fuera de allí todo vuelve a la anormalidad. Entre tanto documental de
animales, las parrillas televisivas deberían reservar espacios para este
tipo de naturaleza humana no domesticada. En vez de producir sueño, la
tele sería un estimulante aunque presiento que el efecto se esfumaría
antes de recordarlo.
Mi
viejo ha recorrido 2500 Km para verme. Viene con un amigo y una noche
salimos a cenar los tres. A nuestro alrededor hay muchas parejas.
Algunas chicas van desnudas, otras sugieren que lo estarán pronto. La
coquetería inunda cada rincón de la terraza del restaurante, pero la
decadencia también se abre paso.
—Los raros somos nosotros —dice mi viejo.
—¿Por qué?
—Eso, ¿por qué, Antonio? —insiste su amigo.
—No ves que somos los únicos que vamos vestidos —exagera mi padre.
—¡Hombre no! Por la noche todos los gatos son pardos.
El
viejo pide carne por la fama que precede al género en la república
francesa. Intercalamos sorbos de ginebra con miradas al paisaje de
piernas largas como enredaderas y rosas púbicas. Mi viejo trata de
concentrarse en su filete, pero cada cuanto se le van los ojos. Los ojos
son como niños.
—José vive aquí, no actúes como si trabajases para la Iglesia —dice el amigo.
—Si vuelvo aquí… será con un putón —sentencia él.
Dejamos a su amigo y regresamos andando al apartamento. Evacuamos el plan, pero mi padre se ha confesado.
Fotografía: José L. Díaz
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