24 de septiembre de 1991: se publica el
disco que va a cambiar el rumbo de la industria discográfica durante
años y va a desatar una corriente juvenil que los sociólogos aún deben
de estar intentando comprender. Pero, ¿por qué precisamente ese disco y
no otro? ¿Qué hizo a Nirvana diferentes? ¿Por qué se convirtió su líder
en un símbolo generacional? ¿De verdad había para tanto o fue todo un
invento de la prensa?
Sabemos que la historia terminó en 1994, cuando Kurt Cobain,
cantante, guitarrista y compositor de la banda se pegó un tiro en la
cabeza en su casa de Seattle. Su muerte produjo una especie de
canonización en torno a su persona, pero ya antes se había convertido en
un icono de enrevesados contenidos simbólicos. Había aparecido de la
nada como el involuntario Mesías de toda una generación, había predicado
tres años como Jesucristo y finalmente sacrificó su vida por nuestros
pecados. O por los suyos. O por los de su familia. Quién sabe.
Éxito por sorpresa
En Seattle nunca pasaba nada. Hoy nos
parece casi irreal, pero en 1990 las compañías discográficas ignoraban
por completo la escena musical de la ciudad. Incluso las giras de los
grandes artistas norteamericanos se saltaban Seattle, pese a ser una
población de más que razonable tamaño. Todo de lo que la ciudad podía
presumir de cara al mundo era haber sido lugar de nacimiento del dios de
la guitarra eléctrica, Jimi Hendrix. Poco más. Los grupos que tenían que llegar a algún sitio ya habían llegado: Alice in Chains o Soundgarden
se habían labrado cierto nombre dentro del circuito metálico aunque
nadie esperaba que se convirtiesen en fenómenos comerciales (y de no ser
por Nirvana, probablemente no se hubiesen convertido). Screaming Trees
habían obtenido cierta repercusión en los todavía minoritarios círculos
del “rock alternativo”, una etiqueta que, como tantas otras, no tenía
ningún significado concreto. Aquello era todo lo que había dado de sí
una efervescente escena local —que alguien, por algún motivo, bautizó
como “grunge”— que para entonces estaba ya en franca decadencia. La
modesta explosión musical de Seattle había muerto casi al instante de
empezar. Algunos músicos del lugar sólo habían conseguido triunfar al
emigrar, como Duff McKagan, que en pleno 1991 era bajista en Guns N’ Roses,
para lo que había tenido que abandonar su ciudad. No era nada nuevo:
incluso Hendrix tuvo que huir de Seattle para llegar a alguna parte en
el mundo de la música.
Pero había alguien en la ciudad que no
se daba por vencido y seguía teniendo ambiciones. Un chaval de Aberdeen
—un pequeño suburbio de las afueras— pensaba que podía llegar más lejos
de lo que permitían las breves fronteras del norteño estado de
Washington. Lideraba un trío de pseudopunk llamado Nirvana pero apenas
había conseguido repercusión tras publicar su primer disco en la
principal discográfica local, Sub Pop. Buscando una mayor proyección comercial Cobain decidió firmar con una filial de Geffen,
la misma compañía que había convertido a los Guns N’ Roses en el grupo
de rock más exitoso del planeta. Aunque nadie en Geffen confiaba en que
Cobain y los suyos dejasen de ser una banda de culto, tenían la
esperanza de que Nirvana podría convertirse en un grupo con cierto
renombre, al estilo de Sonic Youth o los Pixies.
Pensaban vender unos doscientos mil discos en total, una cantidad
respetable pero modesta si tenemos en cuenta la magnitud del mercado
norteamericano y lo que conlleva en gastos de publicidad y distribución.
Con esas doscientas mil copias se hubiesen dado con un canto en los
dientes. En 1991, el punk melódico y retorcido de Nirvana no era algo
que pareciese tener cabida en las listas de éxitos. Pero el segundo
disco del grupo, Nevermind, fue publicado en septiembre y al
poco ya vendía doscientos mil discos no en total, sino por semana. Todo
causado por la reacción histérica del público ante el primer videoclip
del grupo, Smells like teen spirit, emitido por la MTV en
horario nocturno. Por algún motivo, aquella canción fue el catalizador
de una reacción juvenil que se extendió como la pólvora. No resulta
fácil entender por qué.
Explicando lo inexplicable
Sobre un escenario, Kurt Cobain no era
un tipo especialmente carismático. Tenía una gran voz, había una extraña
energía rodeándole, pero no era precisamente un imán para las miradas.
No era Freddie Mercury, ni Prince, ni David Lee Roth.
Kurt Cobain no tenía madera o vocación de estrella. En los videoclips o
en las fotografías, sin embargo, la cosa cambiaba. Ahí emergía un
diferente tipo de carisma que resultaba invisible o inexistente en otros
ámbitos. Había algo en él que para los adolescentes le convertía en
“uno de los nuestros”. Aunque era un tipo guapo, no era alto, ni
musculoso, ni de ninguna manera imponente. Era desgarbado, vestía de
forma desaliñada y escondía su rostro detrás de una melena como
queriendo decir “no me importa si soy guapo o no, y a vosotros tampoco
os importa”. No salía al escenario descamisado y consciente de su propio
sex-appeal como Chris Cornell. Y desde luego no
parecía dispuesto a vestirse de traje y corbata para deslumbrar con su
—inexistente— sonrisa a las clientas para venderles el último modelo de
aspiradora. Kurt Cobain era un tipo tímido y acomplejado. Su físico, en
algunos aspectos, recordaba al del “perfecto chico americano”: rubio,
ojos azules, rasgos armoniosos. Pero su aspecto y su actitud
contradecían ese estereotipo. No quería ni podía ser el perfecto chico
americano. Distaba mucho de considerarse tan perfecto y no se molestaba
en disimularlo. Parecía incluso levemente molesto consigo mismo. Se
percibía en su postura, en su ropa, y desde luego en su música. Era
diferente a lo que solía verse en la MTV, era un inadaptado.
Daba la casualidad de que el mundo
estaba lleno de adolescentes más o menos inadaptados —o simplemente
descontentos— que se identificaron instantáneamente con esa actitud,
como años antes otra generación de jóvenes descontentos recibió como
agua de Mayo a los Sex Pistols y su comportamiento
desafiante y contestatario. A principios de los 90, especialmente en
occidente y Japón, había muchos adolescentes que habían crecido en unas
sociedades ricas donde tenían las necesidades básicas cubiertas, pero
que al mismo tiempo eran presa de carencias que ellos mismos no eran
capaces de identificar o expresar. Carencias afectivas, familiares, de
autoestima… siempre es difícil encontrar un adolescente contento consigo
mismo, pero por entonces el fenómeno parecía haberse multiplicado.
Aquel videoclip de Nirvana y aquella canción cuya incómoda descarga de
energía chocaba frontalmente con un pop imperante que invitaba a la
despreocupación y el desenfado, actuaron como un espejo en donde jóvenes
de medio mundo se vieron reflejados de repente.
A través del espejo
Cobain siempre pecó de estar demasiado
mediatizado por la imagen de lo que él creía debía ser un músico
“alternativo” o “antisistema”. Su música era auténtica, sus letras
también, así como la mayor parte de sus comportamientos y declaraciones;
pero a veces el papel que quiso representar como “estoy dentro de la
industria musical pero no formo parte de ella” le quedaba un tanto
forzado. Es comprensible en cierto modo, porque formaba parte de una
“ética underground” que había heredado de los círculos en donde se
movía. Se creó un personaje, el enfant terrible del panorama
rockero, que no tenía demasiado sentido aunque él por momentos parecía
pensar que sí. Pero más allá de eso había algo en lo que Cobain era
irremediablemente sincero: estaba jodido. Y aunque antes de su suicidio
poca gente sospechaba cuán jodido estaba, todos sabíamos que algo no iba
bien en su cabeza. Pero bueno, también lo sabíamos de otras estrellas
del rock.
Cobain canalizó la angustia de una
generación porque esa generación vio más allá de la pose que él
pretendía transmitir y captó bastante más que meros retazos de su
verdadera personalidad. Cuando los detalles de su biografía fueron
haciéndose públicos empezó a resultar evidente qué era lo que habían
visto los adolescentes en él. Cobain, efectivamente, no se hacía el
inadaptado: era de verdad un inadaptado. Había crecido en una
familia disfuncional, había mostrado desequilibrios emocionales
importantes siendo sólo un niño y arrastraba traumas, inseguridades y
heridas desde su más tierna infancia. Había sido despreciado y
maltratado por compañeros de escuela. No era exactamente un ídolo del
rock subido a un pedestal, un virtuoso de la guitarra al que un joven
quisiera imitar, como Slash o Eddie Van Halen,
sino más bien alguien más terrenal con quien sencillamente resultaba
fácil identificarse a distancia. Ni siquiera sus propios seguidores
hubieran creído de antemano que podrían admirar a alguien tan
aparentemente insignificante como Kurt Cobain, que sí, tenía talento,
pero no era exactamente un “dios del rock”. Era más bien como el tipo
raro de la clase al que un día le cuentas tus problemas y no sólo los
entiende, sino que resulta que los suyos son aún peores.
Además hacía la música que los jóvenes
querían escuchar: furiosa y desencantada, completamente opuesta al pop
comercial que, con pocas aunque sonadas excepciones, dominaba las
listas. Obviamente, su enorme talento como escritor de canciones
—especialmente componiendo melodías memorables— hizo el resto. Después
del impacto inicial que producían sus aires de “rebelde sin causa”, la
gente descubrió que había todo un disco repleto de energía explosiva y
canciones con vocación de clásico. El Nevermind era un pedazo de dinamita, pero dinamita recubierta de diamantes.
Moda, debates y parafernalia
El éxito del Nevermind provocó
dos fenómenos extramusicales paralelos que no se habían producido, por
ejemplo, con el éxito aún mayor —aunque mucho menos repentino— del Appetite for destruction
de los Guns N’ Roses, quienes eran más como la típica banda clásica a
la que un seguidor contempla y admira desde fuera, imitándolos quizá,
pero sin realmente identificarse con ellos. Lo de Nirvana fue distinto:
causaron una avalancha de expresividad juvenil y el mundo adulto quedó
repentinamente atónito al comprobar el nivel de descontento acumulado
por sus, a priori, felices hijos del primer mundo. Los adolescentes
aprendieron de Cobain conceptos y palabras que no siempre sabían usar de
manera atinada, pero que daban a entender que no eran exactamente
felices: cosas como “estoy deprimido” o “el mundo es una mierda” no era
lo que cabía esperar oír en el seno de familias teóricamente libres de
grandes problemas. El huracán sociológico desencadenado por Nirvana no
se apagó rápidamente ni mucho menos: cuando la industria musical quiso
explotar —y explotó— el filón de grupos musicales de Seattle, resultó
que un buen número de ellos transmitían también mensajes oscuros
repletos de melancolía y desesperanza. El asunto llenó páginas de
prensa y muchos minutos de debates televisivos; se popularizaron
conceptos como el de la “generación X” en el apresurado intento de
responder al misterio “¿Qué demonios les pasa a nuestros hijos?”.
El otro fenómeno fue más sencillo pero
no menos llamativo: la moda. Una palabra como “grunge” que no
significaba nada en concreto y que sólo había servido para etiquetar a
un puñado de grupos de mala muerte condenados al anonimato en la gran
ciudad más ignorada de los EE.UU., se convirtió en una etiqueta
comercial como otra cualquiera: de repente, los vaqueros rotos y las
camisas de franela tradicionales entre los jóvenes de la fría Seattle
empezaron a venderse en boutiques para ricos a precios astronómicos.
Modelos masculinos y femeninos aparecían en elaborados montajes
fotográficos para revistas pijas con atuendos “grunge” y luciendo sus
palmitos en pose desencantada, como una especie de cruda y cruel ironía
que parodiaba sin pretenderlo la actitud rebelde y el hastío vital de
Kurt Cobain. Incluso en películas de Hollywood se puso de moda hablar
del “grunge” hasta extremos en ocasiones sonrojantes. El propio Cobain,
que había sido el chico menos “guay” de su instituto y que había
aguantado burlas y palizas, contemplaba ahora con disgusto cómo
diferentes industrias comercializaban su imagen porque era lo que estaba
de moda y lo que quedaba bien: de repente ser un inadaptado era “ser
guay”… siempre y cuando fueses lo bastante guapo y delgado como para que
te quedase bien el uniforme de inadaptado pret-a-porter, claro. Aquella
comercialización del “grunge” fue tan ridícula que hasta los propios
músicos hablaban de ello con más que notoria repugnancia.
La industria musical fue la que cambió de manera más radical y duradera a raíz del Nevermind.
Como decíamos, las compañías discográficas se lanzaron de cabeza a
Seattle para lanzar a cualquier grupo originario de la ciudad e intentar
convertirlos en los “nuevos Nirvana”. Alice in Chains o Soundgarden
fueron redescubiertos para un público general y nuevas bandas como Pearl Jam
se convirtieron en la nueva sensación de la temporada. El rock
“alternativo” dejó de ser una alternativa para convertirse en la moda
predominante y aparecían grupos “alternativos” hasta de debajo de las
piedras. ¿Qué significaba ser “alternativo”? Pues
básicamente tener un sonido basado en guitarras saturadas, con melodías
melancólicas y letras que hablasen de angustia existencial. En lo
musical, la moda duró bastantes años. Michael Jackson y Madonna
tuvieron seria competencia durante una buena temporada. Nirvana había
establecido un nuevo paradigma discográfico que se prolongaría durante
el resto de la década de los noventa.
Muerte y canonización
Mientras el tsunami “grunge” arrasaba el
mundo del espectáculo —música, cine, televisión, moda— a causa de su
éxito, Kurt Cobain iba siendo absorbido por una espiral autodestructiva
incrementada por las presiones de la fama, la persecución de la prensa
del corazón y su tormentoso matrimonio con Courtney Love, probablemente la última mujer que le convenía a alguien con los problemas de Kurt.
La drogadicción de Cobain era bien
conocida y a nadie le sorprende algo así en una estrella del rock. Las
letras de sus canciones, sin embargo, daban una buena pista de hasta qué
punto estaba destrozado por dentro, pero como suele ocurrir, resultaba
difícil decir a priori qué parte correspondía a la realidad de la
persona y qué parte era ficción del artista. En sus entrevistas también
dejaba indicios sobre lo miserable de su existencia, pero muchos podían
pensar que se trataba simplemente de un mal bache o incluso que eran
exageraciones producto de la pose, como sí ocurría con algunos otros
músicos de la era grunge. El resultado fue que Cobain era uno de los
individuos más famosos y admirados del mundo pero estaba hundiéndose en
la miseria sin ninguna ayuda efectiva. Su mujer le martirizaba con
continuos chantajes emocionales y ataques destinados a destruir su
autoestima, mientras la prensa le desequilibraba aún más con continuas
habladurías, cotilleos y rumores grotescos. Kurt Cobain estaba solo y la
presión estaba quebrándole. Hubo algún intento de suicidio con
somníferos que fracasó y que mucha gente vio como una simple llamada de
atención: sí, Cobain no está bien, pero ¿se suicidaría alguien que está
ganando tantos millones? Seguro que en cuanto se le pase la neura del
momento y se deshaga de la maléfica Courtney le veremos liado con
actrices y modelos, viviendo la vida a todo tren.
Pero no: sus problemas eran mucho más
graves de lo que nadie podía sospechar. Irónicamente, uno de los últimos
individuos con quien habló cara a cara —quizá el último— y por quien
conocemos algunos detalles previos a la muerte del cantante fue un
miembro del “grupo rival”, Guns N’ Roses, con quienes Nirvana habían
tenido varios enfrentamientos (estúpidos, todo hay que decirlo), tanto
cara a cara como en los medios. El Bajista de los Guns N’ Roses, Duff
McKagan y Kurt Cobain coincidieron en un vuelo de regreso a Seattle y se
sentaron juntos. Conversaron sobre cualquier cosa excepto sus
respectivos problemas de drogas y alcohol, pero a Duff le dio la
impresión de que Cobain estaba realmente deprimido y aquello le preocupó
bastante. Consideró la idea de invitar a Kurt a su casa porque le
parecía que “se sentía muy solo”, pero cuando bajaron del avión y la
gente les vio juntos se montó un pequeño revuelo, del que un asustado
Cobain huyó rápidamente tan pronto como Duff le perdió de vista por un
minuto. Dos días después, Kurt Cobain era encontrado muerto en su casa.
Antes de su muerte Kurt Cobain era ya un
icono generacional, pero la noticia de su suicidio le elevó
prácticamente a los altares. La misma prensa que le había insultado con
regularidad comenzó a ensalzarlo con términos igualmente exagerados. Se
reavivaron los debates sobre el existencialismo juvenil aunque en
realidad la muerte de Kurt Cobain fue también la muerte sociológica de
la “era grunge” y el concepto de “generación X”, por un sencillo motivo:
la juventud se había identificado con él, pero no todos los jóvenes
estaban tan, tan dañados como él lo estuvo. Identificarse con su
descontento era fácil, pero identificarse con su suicidio no. Sus fans
tenían que seguir adelante y pasar página. No le iban a dejar de admirar
por haberse quitado la vida —de hecho en muchos casos fue al contrario,
quizá porque aquello demostraba que Kurt había sido sincero— pero ya no
tenía sentido imitarle. La gente, aunque esté jodida, suele querer
vivir. Eso sí, la noticia de la muerte de Cobain causó un considerable
impacto, similar al que había producido años atrás el asesinato de John Lennon. Kurt Cobain fue ascendido al mismo Olimpo en el que moraban Lennon, Jim Morrison, Janis Joplin
o su paisano Jimi Hendrix. Casi nadie discutió el que Cobain fuese
incluido en ese club, lo cual nos deja con una última pregunta…
¿Realmente era para tanto?
Sí. Cobain fue casualmente el icono de una generación, pero su talento musical respaldaba el fenómeno sociológico. Nevermind y su sucesor, el más crudo In utero,
están repletos de momentos de sublime inspiración. Era un gran escritor
de canciones. Se le acusó repetidamente de imitar el estilo de otros,
acusación innecesaria porque él mismo lo admitía abiertamente. Podía
haber copiado las formas de los Pixies, los Replacements o
quien fuera, pero existía una más que sutil diferencia: las melodías de
Kurt Cobain eran con frecuencia mucho más memorables que las de
bastantes de los grupos a los que él admiraba e imitaba. Muchos otros
músicos —entonces y ahora— reconocieron abiertamente la capacidad de
Cobain para escribir canciones sencillas pero que tenían vida por sí
mismas, además de que poseía una voz extrañamente efectiva y desde luego
única en su género. El Nevermind fue más que una moda: era y
es un disco impresionante de principio a fin, donde prácticamente todas
las canciones tienen entidad y peso específico. Atesoraban lo que la
música popular de hoy tanto echa en falta: una melodía única,
característica y emotiva.
Han pasado veinte años y no se ha vuelto
a producir un fenómeno similar. Para empezar podríamos debatir si se ha
vuelto a publicar un disco con la misma capacidad de impactar que aquel
Nevermind: algunos opinamos que no. Pero aunque admitamos lo
contrario, ya no vivimos en la sociedad de los noventa. El descontento
juvenil sigue existiendo sin lugar a dudas, pero hoy existen otras
entidades que al parecer amortiguan, absorben o diluyen ese descontento,
como Internet. Quizá los más jóvenes ya no necesitan un icono
generacional en el que proyectar sus inquietudes, porque pueden volcar
esas inquietudes en la red. Tampoco el estado la industria musical
favorece el fenómeno: la gente ya no compra música, la descarga, y las
discográficas han respondido apostando más que nunca por el monopolio de
productos estándar y música fabricada en serie. Es bastante probable
que si se publicase Nevermind hoy en día sólo un puñado de
seguidores quedarían maravillados por su contenido mientras el resto del
mundo seguiría sin enterarse de que en una recóndita ciudad llamada
Seattle —que como mucho nos sonaría por alguna película, ya que allí los
rodajes son baratos— había un grupo llamado Nirvana, que en una
realidad alternativa había provocado una revolución generacional. Demos
gracias, al menos, de que aquel disco aún se publicase en una época
donde dichos fenómenos inesperados podían todavía producirse, porque hoy
podemos disfrutar de la música que contiene y, aún más, de toda la
música de tantos otros artistas que hizo posible que llegase a nuestros
oídos. No por nada Kurt Cobain está en el Olimpo junto a los más
grandes.
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