Kurt Cobain: El anti-grunge
Vi algo que se parecía a un maniquí… me acerqué y vi que tenía sangre en la oreja y un arma sobre el pecho.
El cuerpo sin vida de Kurt Cobain
apareció el 8 de abril de 1994. La autopsia reveló que el fallecimiento
se había producido unos tres días antes. En ese momento la leyenda
nacía, con tanto ímpetu y velocidad como el disparo que había segado la
vida del joven cantante de 27 años. Nacía para después disolverse
lentamente en la metáfora, en permanente reconstrucción, de la cultura
anglosajona.
Pero ese cadáver llegaba con seis meses de retraso a su propio funeral.
La
tarde del 18 de noviembre de 1993, en los estudios Sony Music de Nueva
York, había mucho ajetreo. Los maestros de ceremonias eran, como
siempre, el propio muerto y sus fieles Dave Grohl y Krist Novoselic, además del guitarra de sesión Pat Smear. Para la ocasión también había invitados especiales: los hermanos Curt y Cris Kirkwood, de Meat Puppets, Lori Goldston al
violoncelo y un puñado de fans del grupo que habían conseguido el
privilegio de acceder al auditorio tras horas de cola a merced del
depredador otoño neoyorquino.
“Hey, no os olvidéis los lirios” —comentó
Cobain, con la voz batida entre la desgana y la cortesía. El cansancio
amable del anfitrión. La impaciencia dulce del cadáver que está por
llegar. Un miembro del staff apareció sujetando sendos ramos de flores.
Cobain no quería dejar nada al azar. La escenografía estaba en el punto
de mira de su mimo: los siete músicos tocarían al abrigo de la tenue luz
de los cirios, arropados por unos inmensos telones de color granate,
rodeados de un sinfín de lirios. Había nerviosismo. Algo lógico si
tenemos en cuenta que la gente nunca sabe cómo comportarse en los
funerales.
Después de la ovación ritual, del obligatorio “thank you”,
del predecible despliegue de la banda sobre el tablero de juego,
comenzaba el concierto. Era algo especial. Suponía la unión de un acto
cotidiano (un concierto cualquiera, de una banda famosa cualquiera, en
una ciudad cualquiera tan culturalmente activa como Nueva York) con la
historia misma de la música. No sólo por la repercusión que a posteriori tuvo aquel concierto (MTV Unplugged in New York
fue número uno en siete países, formando parte del top diez en otros
cinco), ni porque fuese realmente un disco bueno o malo, interpretado
por una banda buena o mala; sino porque supuso una conexión intensa de
lo nuevo con lo viejo: de la distorsión sucia con las guitarras
acústicas, de la rebeldía de Bleach con el despecho de Leadbelly. En ese encuentro, el grunge típico,
cuestionado incluso hoy, palideció hasta morir. En ese momento y lugar,
Nirvana, banda ruidosa, de excesos y altibajos, poco complaciente pero a
la vez conscientemente mullida en el mainstream, se desnudaba. Del
todo. Hasta dejar de ser lo que se suponía que llevaba siendo desde
1987.
Bleach: la añoranza del origen
Para despistar, el grupo decidió comenzar el concierto con uno de sus clásicos: About a girl. Original de 1989, cuando el grupo alternaba nombres (Nirvana vino tras los bautizos efímeros de Fecal Matter, Pen Cap Chew o Ted Ed Fred) con bateristas. Dave Grohl, el séptimo y famoso, no llegó hasta 1990: para la grabación del debut Bleach, disco en el que se encontraba About a girl, quienes manejaban las baquetas eran Dale Crover y Chad Channing. Por aquella época, Kurt Cobain y Krist Novoselic formaban parte de la cultura underground
de Aberdeen, Washington. Eran jóvenes y malvivían alternando trabajos
basura con desahucios: tenían toda la legitimidad del mundo para
canalizar su angustia y rabia a través de píldoras de dos minutos
basadas en el hardcore
con toques punk. La historia calcada de mil grupos que no llegaron a
nada. A pesar de su incómoda vida personal, encontraron cierto alivio en
la subcultura a la que pertenecían y en los discursos musicales que
producían. En ese tiempo, Cobain se emplazaba ideológicamente en la
extrema izquierda, versión estadounidense. En su diario escribía cosas
como ésta:
“Ármate,
busca a un representante de la codicia o de la opresión y vuélale la
tapa de los sesos al muy hijo de puta. Elabora manifiestos con ideas,
contactos, adeptos, haz oír tu voz, asume el riesgo de la cárcel o el
asesinato, busca un empleo relacionado con tu objetivo para infiltrarte
con más facilidad en el sistema y dedícate a corromper lentamente los
mecanismos del imperio”
Los momentos previos a la grabación de Bleach
no fueron un idilio de creatividad agradecida con el mundo: Cobain tuvo
que ceder a las presiones de Sub Pop, discográfica de Seattle con la
que habían firmado en enero de 1989, una de las principales agitadoras
del grunge y obsesionada en ese momento en hacer que toda su
producción se aproximara a ese sonido de guitarras sucias y voces
desgastadas. Pese a la pereza inicial de la banda por obedecer a
imposiciones y a la falta de dinero para garantizar una grabación
decente, el disco pulsó la tecla más o menos adecuada. Y funcionó bien
dentro de los parámetros de la esfera independiente: el grupo hizo una
gira por EEUU y Bleach fue considerado como el mejor disco de
ese año por varias emisoras de radio universitarias, auténtico polvorín
de música alternativa en los ochenta.
En
realidad, estaban en una posición estratégica favorable. La música
alternativa había gozado de buena salud durante aquella década, siendo
de los pocos espacios donde soplaba aire fresco. En contraposición, la
música comercial sonaba, por lo general, a rancio. Era cuestión de
tiempo que la industria musical se centrase en la escena independiente,
caldo de cultivo de la verdadera creatividad y escenario de múltiples
estilos: o sea, de diversos submercados. Y con una amplísima demanda de
jóvenes (college radios y MTV mediante). En cierto sentido, Warner sentó precedente en 1988 al fichar a R.E.M.,
por entonces paradigma norteamericano de la música alternativa. Y la
jugada volvió a repetirse cuando el otro gran tótem independiente, Sonic Youth, sacó el imprescindible Goo (1990) con Geffen, la misma multinacional que terminaría fichando a Nirvana por algo más de 270.000 dólares.
Nevermind e In Utero: simulacro y frustración
Volvamos a 1993, a la noche del sepelio. Después de ese guiño al nacimiento de la banda con About a girl, el funeral subió de marcha y dio un giro brusco hacia Nevermind, el disco que supuso el punto de inflexión de la banda. El inconfundible inicio de Come as you are
se abría paso, abiertamente jaleado por el público, que esperaba un
concierto basado en los éxitos más contundentes e innegables. En pocas
palabras: el público ansiaba Smells like teen spirit. Y sin
embargo, esa canción fue la que (a propósito) no llegó. Negar el placer
es hincharlo de valor. Y además, probablemente esa canción no hubiera
funcionado en versión acústica. La única concesión comercial que hizo
Nirvana aquella noche, lo más parecido a un big hit, fue precisamente Come as you are,
de ejecución notable incluso en versión desenchufada. Perfectamente
equilibrada entre la calma y la tormenta, aquella noche el tema brilló
con luz y razón propias: “Ven
como eres, ven como fuiste, ven como quiero que seas, como un amigo,
como un viejo enemigo, tómate tu tiempo, date prisa, la decisión es
tuya, no te retrases” Polly, On a plain y Something in the way fueron los otros temas de Nevermind
que sonaron durante el funeral. Ninguna de esas canciones fue editada
como sencillo en su momento, aunque eran evidentemente conocidas, y
ninguna de ellas aportaba algo especial más allá de resultones tarareos.
Ven
como eres, ven como fuiste, ven como quiero que seas. ¿Cómo querían ser
Nirvana en 1991, el año en que todo explotó? Volvamos a los diarios de
Cobain. Fueran irónicas o no sus palabras, lo cierto es que la realidad
de entonces era radicalmente opuesta a la de 1989:
“Nirvana
ve la escena de la música underground cada vez más estancada y abierta a
los intereses de las grandes discográficas comerciales. ¿Acaso Nirvana
pretende cambiar eso? ¡Para nada! Nosotros lo que queremos es sacar
tajada y chuparles el culo a los peces gordos con la esperanza de poder
pillar nosotros también buenos colocones y tirarnos a ardientes nenas de
cera, que tendrán la obligación de hacerse la prueba del sida dos
semanas antes del día de la distribución de los pases para el backstage.
Pronto necesitaremos un spray antichicas. Pronto iremos a su ciudad y
les preguntaremos si podemos pasar la noche en su casa y utilizar su
cocina. Pronto haremos bises de Gloria y Louie Louie en conciertos con fines benéficos acompañados de todos nuestros amigos famosos”
Ni
rastro del desorientado revolucionario que quería infiltrarse en el
sistema para reventarlo por dentro. En lugar de eso, euforia por las
enormes ventas de Nevermind: dinero, sexo y politoxicomanía. Las escenas de indigencia que evocaba Something in the way (bajo el puente la lona empieza a hacer agua, comer peces está bien porque no tienen ningún sentimiento),
supuestamente relacionadas con la época en la que Cobain vivía en
coches y apartamentos abandonados, ya no tenían sentido. No se podía
pedir más. Bueno, sí: que ese disco y ese momento hubiesen sido
verdaderamente reales.
Con
la llegada a las listas de éxitos, el simulacro tentó y alcanzó a
Nirvana. Ganar dinero siempre está bien, aunque ello implique hacer que
desaparezca la esencia de las cosas: todo el espíritu independiente se
esfumó entonces. En su lugar, lo que se escuchaba al pulsar el play en
el reproductor era la ausencia del hardcore, la ausencia de la cultura underground, la ausencia de los propios amigos. Cobain llegó a decir: “Hemos perdido a la mayoría de nuestros amigos, aquellos que iban a nuestros conciertos desde hace cuatro años”. Nevermind
era otro disco desarmado ideológicamente más, integrado dentro del
andamiaje de una multinacional. En pocas palabras, era un mero
simulacro.
También
eran un simulacro sus videoclips: emitidos sin solución de
discontinuidad, 24 horas al día, ambientados en no-lugares: la cancha
humeante de Smells like teen spirit, la cascada de Come as you are, el mundo fauvista de Heart-shaped box.
Todos ellos espacios sin coordenadas. Finalmente, el consumo de drogas
por parte de Cobain era otro simulacro, el más obvio y definitivo de
todos. Repetido una y otra vez. Sobredosis tras sobredosis, en París o
en Tokio, reproduciendo trozos rebotados de alucinaciones, de éxtasis,
de relax, de nuevas imágenes falsas. Por la nariz, por los pulmones, por
las venas.
Para
muchos fans, aquel concierto en los estudios Sony de Nueva York era un
adelanto de lo que la nueva Nirvana quería llegar a ser. Muchos
especulaban con que el trío pretendía dar un giro a su sonido, abandonar
el artificio del grunge y centrarse en unos parámetros más clásicos,
más artísticos, más auténticos y reales. Y quizá Nirvana quería darle un
giro a su sonido de verdad, pero habían tenido la oportunidad meses
antes y no la habían aprovechado. En septiembre de 1993 habían lanzado In Utero,
disco que tenía un toque más noise que anteriores obras del grupo, pero
que a fin de cuentas venía a significar más de lo mismo. Durante el
funeral tocaron Dumb, Pennyroyal Tea y All apologies, esta última impecable.
En
realidad, de lo que se trataba no era de una visión de futuro, sino de
una llamada desde el más allá, como diría el crítico de música Stephen Thomas: “Si In Utero es una nota de suicido, MTV Unplugged in New York
es un mensaje desde más allá de la tumba, una suma tan fascinante del
talento y dolor de Kurt Cobain que es duro escucharlo repetidamente”.
The Vaselines & Meat Puppets: independencia y tributo
Por
fortuna, la música funeraria no era el futuro. Era lo impasible, lo
atemporal, aquello que resistía sin mácula la erosión del tiempo. Así
como, también por fortuna, Kurt Cobain no era una bestia del simulacro,
sino un ser humano. Decidió agarrarse a algo más real. El momento idóneo
era su propio funeral como músico, donde una sí-banda en un sí-lugar
estaba haciendo sí-música. ¿Qué mejor contexto que aquél que señalaba de
una forma ritualizada el final de las cosas? ¿Qué mejor forma de
hacerlo que apuntando hacia el principio, los orígenes, el germen de la
independencia? Quizá por eso (o quizá no) la tercera canción que realizó
Nirvana en su Unplugged fue Jesus don’t want me for a sunbeam, un tema desconocido de unos no menos extraños The Vaselines,
banda alternativa que entonces llevaba tres años disuelta, pero que
había regalado los oídos de sus fans de Edimburgo con un larga duración y
un par de EPs. Todo jangle, todo encanto, todo muy poppie. Uno de los grupos favoritos de Kurt Cobain.
Uno de estos EPs, lanzado en 1987, tenía como último tema de la cara B la versión original, Jesus wants me for a sunbeam que a su vez era una especie de socarrona interpretación de una canción de misa (Nítido rayo de Cristo, en castellano): Jesús no quiere que sea un rayo de sol, los rayos de sol no están hechos para personas como yo. The Vaselines telonearon a Nirvana en 1992, durante la gira de Incesticide,
aquel disco que rentabilizó algunas grabaciones inéditas durante la
etapa Sub Pop, entre 1988 y 1990. Sin ninguna duda, aquel tributo
durante el funeral fue un reconocimiento a la banda escocesa.
El
segundo guiño que la banda dio a la escena independiente fue la
aparición, durante tres canciones, de los Meat Puppets. Cuando Cobain
anunció la llegada de unos invitados, los rumores se dispararon: la
mayoría de la gente, emocionada, suspiraba por Eddie Vedder, de Pearl Jam. Otros más audaces, por Neil Young.
Y cuando aparecieron sobre el escenario los melenudos de Phoenix,
responsables de prácticamente ninguna canción de éxito, los aplausos
fueron, como mucho, tímidos.
La
música de Meat Puppets era radicalmente distinta a la de The Vaselines,
y más cercana a las pretensiones iniciales de Nirvana. En disco, Meat
Puppets se basaban en voces desafinadas, enterradas bajo capas de
arpegios folk, y una provocadora apuesta de influencias, desde la
psicodelia hippie hasta el hardcore de Black Flag o el
blues más clásico. Las canciones pasaban así de un extremo a otro,
empalmando puentes y codas de forma brusca pero adictiva: ahí están
discos como Meat Puppets II para demostrarlo. Precisamente fue ese álbum, representado por las canciones Plateau, Lake of fire y Oh, me
el que eligieron los músicos para el cameo: nada que los asistentes
conocieran obligatoriamente. En acústico, aquellos temas sonaban como un
colchón confortable, al menos en apariencia: La gente llora y la
gente gime, busca un lugar seco al que llamar ‘hogar’, intenta encontrar
algún lugar para que sus huesos descansen mientras ángeles y demonios
intentan hacerse con ellos, se puede oír en Lake of fire. Después de su paso por Unplugged, Meat Puppets lanzaron Too high to die, que se vendió bastante bien. El efecto Nirvana les tocó como una varita mágica.
David Bowie y Lead Belly: el reconocimiento del padre
Como
todo grupo, Nirvana y sus miembros no dejaban de mirarse en ciertos
referentes musicales, en ciertos espejos “paternos”. Dichos referentes
se encontraban en la música de los setenta hacia atrás. En cierto modo, y
aunque no era así en todas partes, los movimientos musicales
independientes de los años ochenta rechazaban el virtuosismo de las
grandes bandas de estadio de la década anterior, como Led Zeppelin o Deep Purple, invocadas con nuevos aires a través de subestilos peculiares como el hair metal.
Estilísticamente, a grupos como Nirvana les resultaba deliciosa la
propuesta punk, que todo el mundo pudiera tener su banda y basarse en la
cultura DIY, aunque sus ideas políticas fueran puro humo. ¿Cómo
entender entonces The man who sold the world (1971), la versión que Nirvana hizo de David Bowie? Bowie
jamás fue un punk, pero poseía cierta visión vanguardista que le
aproximaba por momentos. Hibridación, mestizaje, visiones y estilos que
se cruzan y entrecruzan. Pop psicodélico, glam rock, electrónica de vanguardia, influencias del funk.
Por
su parte, Nirvana venía de una escena donde varias visiones del mundo
se daban la mano, donde la clave estaba en saber pasar hábilmente de un
estilo a otro, como hacían los ya mencionados Meat Puppets. Por otra
parte, a Cobain le agobiaba el hecho de no poder mejorar, de no poder
ser más abierto con su música, que veía atrapada en los mismos patrones
de gritos y distorsión. Para la gran mayoría, Bowie es un ejemplo
constante y casi inigualable de eclecticismo, talento o habilidad, cuyos
niveles casi nadie ha podido alcanzar. Incluyendo una obra suya,
Nirvana reconocía sus propias limitaciones, mostraba amplitud de miras y
trataba de encontrar una salida a su facilona estrategia grunge.
Sin embargo, la gran sorpresa en lo que “grandes versiones” se refiere viene al final del disco, gracias a la canción de Lead Belly Where did you sleep last night.
Bueno, decimos “canción de Lead Belly”, aunque en realidad su autoría
podría ser objeto de tantas discusiones (o más) como las existentes en
torno a la propiedad de Hey Joe.
Pura esencia de la historia musical estadounidense, la canción se basa
en una tonada tradicional del sur de los Apalaches y fue grabada para su
posterior reproducción por Huddie William Ledbetter, Lead Belly, un guitarrista de country blues de principios del siglo XX.
“Esta
es una canción de mi intérprete favorito, nuestro intérprete favorito.
Quise comprar una guitarra suya por 500.000 dólares. Le pedí el dinero
personalmente a David Geffen, pero no nos lo dio”, y Cobain rasgueó su guitarra.
También conocida como In the pines, la susodicha canción ha sido versionada por mil y un artistas, como los Louvin Brothers, quienes lo incluyeron para su primer disco, Tragic songs of life (1956): In the pines, in the pines, where the sun never shine and you shiver when the cold wind blows. Little girl, little girl, what I have done? To make you treat me so. La letra original parece un poco cándida, pero no es gratuita, ya que narra una historia de traición entre una mujer y un hombre.
Para su funeral, Cobain eligió una letra un poco más directa: Mi
chica, mi chica, no me mientas, dime dónde dormiste la última noche. En
los pinos, en los pinos, donde el sol nunca brilla, temblaré durante
toda la noche. Los gritos proferidos por el malogrado Cobain,
rogándole a su chica que le dijera dónde había dormido la noche
anterior, son el mejor canto de cisne posible. El público callaba, para
después romper(se) en aplausos y gritos. En ese momento, y después de
firmar un par de autógrafos, el funeral terminaba y Nirvana desaparecía,
disolviéndose en el imaginario colectivo de la cultura anglosajona. En
parte viciada por el simulacro, en parte viciada por la realidad. Hubo
más conciertos al más puro estilo, pero ya no había horizonte: desde
noviembre de 1993 hasta marzo de 1994, lo que vivieron sus fans en
Munich o en París era pura inercia.
Después
de aquella noche, el futuro de la banda se encontraba en entredicho.
Cobain estaba rumiando desde tiempo atrás la decisión de dejar la banda,
de volver a vivir la música sólo desde una práctica no mercantilizada.
El problema era, obviamente, la cantidad de contratos que le
comprometían económicamente, incluyendo una millonaria actuación en
Loolapalloza. Al final, el dilema de siempre: mercado versus
humanidad. Sólo una bestia del simulacro, alguien que pudiera abstraerse
a ello, podría sobrevivir ante esa tensión. Sólo alguien sensible y
humano podía morir.
El fin del simulacro
Finalmente,
llegó el cadáver, medio año después. 8 de abril de 1994. La simbología
desplegada en la escena de la muerte no podía ser más americana. Cedamos
la palabra a la poesía y la rumorología. Sobre la moqueta, un cuerpo
ensangrentado. Apoyada en el pecho del cadáver, una escopeta. Más allá,
una nota rubricada con la célebre cita de Neil Young (“es mejor arder que desvanecerse lentamente”) y envolviendo todo ello, en un bucle incesante, el Automatic for the people de R.E.M. Hay quien dice que la canción que sonaba en el reproductor en el momento de apretar el gatillo era Man on the moon. Solemne llave para una cámara mortuoria tan grotesca.
Al
entrar en la habitación de Cobain, se desparramaron los simulacros y
las imposturas: los ramos de flores y los cirios, los medios musicales
masivos y su voraz fabricación de etiquetas y modas, los reverbs, el dinero, la angustia, el éxito, Andy Kaufman…
todo ello de pronto estallaba en mil pedazos, se hacía coágulo, se
fosilizaba. Era imposible juntar las piezas y tratar de reconstruir algo
sólido y firme con aquellos cimientos impecables, pulverizados por el
azufre y la desidia. Los tremendos ecos folk-rock de Automatic for the people fueron incapaces de traer de vuelta al hijo, de recomponer lo roto, de derretir la sangre, de resucitar al muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario