Bob Dylan: Tempest
A menudo, ponerse a hablar de Bob Dylan
supone bascular entre quienes ensalzan ciega e incondicionalmente al
mito como si no fuese un ser humano y quienes se empeñan en
desmitificarlo por las buenas sin alegar un motivo demasiado
convincente. Es lo que sucede cuando alguien se convierte en una
referencia cultural universal: están los creyentes y están los
descreídos, y queda poco espacio para situarse en el medio. Pero más
allá de eso, está el hecho —que a veces todos pasamos por alto, la
verdad— de que Dylan es simple y llanamente un señor que se dedica a
hacer música y sacar discos. Y sí, resulta difícil comentar un disco
suyo sin tener en mente que se trata de él, pero a fin de cuentas se
supone que es la música lo que realmente importa y lo que ha convertido a
Bob Dylan en la figura trascendente que ahora es.
Pues bien, a sus setenta y un años Dylan
se niega a dormirse en los laureles. En realidad, de entre las críticas
que se le pueda hacer al personaje, no está el que haya tenido mucha
tendencia a acomodarse en su propia leyenda en lo musical. Es decir:
muchos de los mejores músicos del mundo lo consideran una referencia
básica, un icono, cuando no directamente un dios. Fue ídolo de Jimi Hendrix, de los Beatles, de Neil Young.
Todo el mundo ha tocado sus canciones. El Papa lo llama para actuar
ante él. Muchos presidentes darían una mano por fotografiarse en
términos amistosos con Dylan. Y a pesar de todo esto, él ha seguido
esforzándose por hacer buena música. Unas veces ha tenido más fortuna
que otras, es cierto, pero cada cierto tiempo ha sorprendido con un
disco que ha provocado una reacción ya habitual en su carrera: “Ah,
pero, ¿Dylan es todavía capaz de publicar un buen disco?”. Probablemente
se deba a que Bob Dylan, más que otros cantautores-fetiche que todos
tengamos en mente y que recurren más a la explotación del culto a sí
mismos, es un tipo que de verdad, hasta límites de casi erudición,
conoce y ama la música. Mucha gente desconoce el dato, pero Dylan es una
enciclopedia andante en lo tocante a música popular norteamericana de
la primera mitad del siglo XX. El tipo no se sienta con la guitarra a
sacar una canción por el procedimiento —al que tan acostumbrados estamos
en España, por cierto— de “qué pedazo de artista soy porque lo dice mi
mamá; voy a hacerme el interesante”. No. El tipo, musicalmente hablando,
sabe lo que está haciendo. Dylan puede nombrar e interpretar de memoria
más canciones del bagaje musical norteamericanos que todos los lectores
de Jot Down juntos; conoce infinidad de artistas oscuros y
músicas perdidas en el tiempo y es el heredero de una tradición de la
que ahora también él forma parte.
Esta sabiduría musical, obviamente, no
siempre se plasma en discos geniales. Un artista es ante todo un ser
humano con todos sus defectos, y el resultado de su trabajo varía de
acuerdo a las circunstancias. Dylan, en diversas ocasiones, ha publicado
discos más flojos de lo que se esperaba. Como todo el mundo. Pero sin
todo ese bagaje que atesora en su cabeza, sin todas esas formas
musicales que tiene asimiladas hasta la médula, resultaría imposible que
en pleno 2012, y a una edad en que muchos artistas ya sólo tiran de
nostalgia porque han consumido su ímpetu creativo, publique un disco
como Tempest, que suena vivo e intemporal, en el que asoman las
raíces por los cuatro costados y que podría haber sido perfectamente
grabado por el Dylan de los setenta. Los críticos han ensalzado Tempest prácticamente
sin excepción, pero esta unanimidad no se debe a que piensen que Dylan
merece el homenaje y sean benevolentes con un disco mediocre; es que el
disco es muy bueno.
Se abre con el single Duquesne Whistle,
destinado a convertirse en un clásico más de su repertorio: la típica
canción que Dylan se saca de la manga con esa facilidad tan suya y que
termina echando a andar por sí misma en la mente y el corazón de sus
oyentes. La canción tiene una estructura tradicional —como todas en el
disco, muy anclado en las raíces como decíamos— y un videoclip, por
cierto, que ha sorprendido por su cinismo y sus escenas violentas. Sigue el disco con Soon after midnight, una balada típicamente “fifties” que, musicalmente hablando, nos evoca un autocine y una hamburguesería. Narrow way es un rhythm & blues del delta, puro y duro, deliberadamente anclado en las pantanosas riberas del Mississipi. Long and wasted years
es una balada dramática, típicamente “dylaniana”, de esas que son como
una película donde una historia va desarrollándose sobre le trasfondo de
una música solemne. Pay in blood es algo más animada y con
vocación más pegadiza, aunque curiosamente termina siéndolo menos que
otras canciones más largas y reposadas. Scarlet town vuelve al
tono reposado que predomina en el disco, con esos aires fronterizos,
como de sintonía de película western, que tanto le gustan a Dylan. Early Roman kings es otro blues con todas las de la ley, que a cualquiera le traerá inmediatamente al recuerdo cosas como el famoso Mannish boy de Muddy Waters, o cualquiera de esas otras docenas de canciones que usan el mismo “riff” tradicional de cinco notas. Tin angel
es una de las canciones más largas y lentas del disco, pero
curiosamente he de decir que es una de mis favoritas: durante nueve
minutos, sin variar un ápice la base musical, Dylan va narrando una de
sus historias de película. Pese a lo repetitivo de la canción, el viejo
Bob se las arregla para capturar al oyente y mantenerlo en vilo hasta el
desenlace final, en mitad de una atmósfera envolvente e hipnótica. La
monotonía del tema se termina transformando en toda una experiencia:
pura magia. La siguiente canción, Tempest, sigue un patrón
similar y es todavía más extensa (catorce minutos nada menos: esta sí
que se me hace larga), sobre una base country aferrada a sonidos de los
años treinta y cuarenta. El disco se cierra con Roll On John,
una balada melancólica, también con ciertos aires country, en la que
Dylan se recrea añadiendo drama con su voz carajillera, aunque a mí,
subjetivamente, también se me hace un poco larga.
En definitiva: un trabajo100% Dylan, con
canciones que —con los debidos matices— hubiesen encajado en casi
cualquier disco de cualquiera de sus épocas, y del que se puede decir
con toda tranquilidad que pertenece a la selecta colección de lo mejor
de su discografía. No digo que sea una de sus obras maestras, pero sí
que no desmerece lo más mínimo en una estantería junto a aquéllas.
Evidentemente, Tempest no está destinado a satisfacer a quienes esperen ansiosamente el nuevo single de David Guetta,
pero es un disco que encantará a cualquier fan del Bob Dylan de
siempre, y que también debería complacer a quien sencillamente disfrute
de la buena música tradicional norteamericana. Porque en el disco no hay
casi nada que suene posterior a los años cincuenta; no hay giros
modernizantes, ni arreglos experimentales, ni concesión alguna a la
contemporaneidad. Dylan se aferra a lo que mejor conoce y ha obtenido un
resultado incontestable.
Solemos quejarnos de que se publican
pocos clásicos en nuestro tiempo; pues aquí tenemos un disco con
vocación de tal. Es Bob Dylan, el de siempre, al nivel que desearíamos
esperar de él. Disfrutémoslo. El disco lo merece.
http://www.jotdown.es
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