Réquiem por Homer Simpson
Hubo un tiempo, ya muy lejano, en que The Simpsons fue la serie más respetada y elogiada de la televisión mundial. Su triunfo la convirtió un fenómeno sin parangón a todos los niveles, cosechando el amor incondicional del público y los críticos o creando una franquicia de “merchandising” que probablemente sólo ha sido superada por el macro-imperio juguetero de Star Wars. Es decir; no solamente podía uno comprarse calzoncillos con la cara de Homer o botellines de cerveza Duff —o incluso una réplica a escala, supuestamente habitable, del hogar de la familia Simpson— sino que unos simples dibujos animados estaban dándole toda una lección a la inmensa mayoría de programas de ficción que se estaban emitiendo en aquel momento. The Simpsons fue el equivalente de The Sopranos o The Wire en su tiempo: el programa que sentaba nuevos estándares en la pequeña pantalla, el non plus ultra, la marca revolucionaria que lo estaba cambiando todo.
En España, curiosamente, la serie empezó
a emitirse en un horario infantil no muy apto para televidentes
adultos. La clarividencia de los programadores televisivos patrios —cuyo
talento y capacidad de análisis no ha variado mucho en estas décadas—
funcionaba según un simple criterio: si es de colorines, es que es para
niños. Como la Amanita muscaria, supongo. Dado que en The Simpsons
no había sexo ni violencia y parecía primar un humor más bien amable,
la conclusión inevitable de los encargados de confeccionar la parrilla
fue “esto es cosa de críos”. Pese a su fina intuición, en España The Simpsons
terminó imponiéndose mucho más allá de una simple moda infantil o
juvenil, cuando muchos espectadores adultos descubrieron que en realidad
se trataba de una serie bastante inteligente e incluso en algunos
aspectos bastante profunda, y comenzaron a unirse a sus hijos para ver
las andanzas de Homer, Bart y compañía. Había incluso personas que jamás
se habían sentado a contemplar una serie de dibujos animados pero que
terminaron rindiéndose ante la brillantez de los guiones y el infinito
carisma de muchos de los personajes. También ayudó el que, por una vez,
el doblaje español igualase o superase a las voces originales de la
versión norteamericana. Por ejemplo, lo que el actor de doblaje Carlos Revilla
hizo con Homer Simpson pasará a la historia de la televisión en nuestro
país. Podemos estar casi seguros de que en ningún rincón del planeta
—ni aun en los EEUU— han gozado de un Homer tan entrañable y carismático
como aquel primer Homer de la versión española.
Pero volviendo a la serie en sí: el éxito de The Simpsons cogió a todo el mundo por sorpresa, incluido a su propio autor, el dibujante Matt Groening.
Él estaba completamente convencido de que la gran obra de su vida, por
la que sería recordado en la posteridad, era el agrio cómic Life in Hell,
un desvarío existencialista protagonizado por unos atribulados conejos.
El propio Groening había empezado a editar este cómic en los años
setenta, de forma completamente artesanal —con ayuda de una
fotocopiadora— y vendiéndolo entre sus amigos y conocidos. Su tesón a la
hora de sacar adelante el cómic le valió un estatus de culto en la
ciudad de Los Angeles. Muy pronto, Life in Hell terminó transformado en un pequeño hito del cómic alternativo californiano. Groening, que trabajaba en la revista underground Los Angeles Reader,
consiguió que su tira cómica fuese publicada semanalmente y así se ganó
un buen número de nuevos fans, incluyendo al productor televisivo James L. Brooks. Pensando que Life in Hell
podría resultar interesante adaptada a una serie de animación, Brooks
hizo una oferta a Groening. El dibujante no se lo pensó dos veces: por
fin la obra de la que estaba tan orgulloso iba a llegar a la pequeña
pantalla, donde tendría la oportunidad de obtener una mayor repercusión.
Armado con mucha ilusión, además de unos lápices y un bloc, se presentó
en la oficina de Brooks dispuesto a firmar el contrato. Pero cuando se
enteró de que la adaptación televisiva le supondría perder los derechos
sobre su querido Life in Hell, a Groening le entró el pánico.
No quería cederle la propiedad de su trabajo más preciado a nadie. A
sólo unos minutos de encontrarse con Brooks, sintiéndose entre la espada
y la pared porque no quería ceder Life in Hell pero tenía que
ofrecer algo a cambio si no quería quedar como un impresentable, decidió
inventar sobre la marcha unos nuevos personajes, con la intención de
venderlos en el lugar de su querido cómic repleto de conejos. Sin
demasiado tiempo para pensar —apenas minutos— decidió garabatear a toda
prisa una familia ficticia, aunque basada en la suya propia (en la vida
real, su padre se llamaba Homer, su madre se llamaba Margaret, su
hermana se llamaba Lisa y su abuelo se llamaba Abraham). Después incluyó
un niño protagonista que lo representaba a él mismo, aunque cambió su
propio nombre, Matt, por el de Bart (según dijo después, una
modificación de “brat”, que significa algo así como “niñato
consentido”). Para el dibujante, aquella familia creada en un momento de
desesperación tomando como modelo a la suya propia no era más que una
excusa para no tener que renunciar a lo que él consideraba el cómic por
el que pasaría a la posteridad. Poco podía sospechar que en realidad
aquel pedazo de papel y el boceto de la familia Simpson era el primer
paso hasta la gloria.
The Simpsons debutó como un pequeño segmento en el programa de variedades The Tracey Ullman Show,
de la Fox, pero se labró una popularidad propia que justificó la
creación de un “spin off”. Todos sabemos ya lo que sucedió cuando
aquellos cortos animados fueron convertidos en una serie de episodios de
veinticinco minutos. En unos pocos años, The Simpsons iban a estar en todas partes. Literalmente.
Las cotas de excelencia de la serie
llegaron a dejar atónitos a muchos comentaristas y espectadores. Tras un
par de temporadas iniciales muy divertidas pero que no dejaban de ser
una versión adolescente de lo que estaba por venir, el programa dio un
salto cualitativo en su tercer año de emisión y se convirtió en un
auténtico hito cultural, algo de lo que nadie con dos dedos de frente
podía decir nada que no fuesen elogios. Durante los siguientes seis años
el nivel de los guiones apenas flaqueó en ningún momento y The Simpsons
estableció un sólido reinado televisivo a nivel planetario. Cada
episodio era un recital de humor inteligente e ironía, pero también un
divertimento multicolor apto para cualquier miembro de la familia, desde
los niños más pequeños a los espectadores adultos más exigentes. Los
muy variados personajes de la seria iban siendo magníficamente
perfilados año tras año hasta alcanzar, en algunos casos, unas cotas de
complejidad que ya quisieran para sí muchos personajes interpretados por
actores reales. The Simpsons hacía un retrato irónico —que no
cínico— de América y sus circunstancias, aunque la diversidad y relativa
universalidad de temas tratados así como el énfasis en las relaciones
familiares permitieron que la serie resultase fácilmente exportable y
bien entendida en cualquier cultura. Recurriendo siempre a sólidos
equipos de guionistas que invariablemente respetaban lo que otros
escritores habían ido construyendo hasta el momento, una serie de
dibujos se convirtió en el paradigma de la crítica amable pero certera,
en el observatorio social preferido del mundo. Pocos asuntos de
relevancia dejaron de ser tratados por los muchísimos episodios
brillantes —en ocasiones, extraordinariamente brillantes— de aquella
gloriosa etapa.
Naturalmente, sabemos que las grandes
series tienen una vida corta, al menos en cuanto a la capacidad para
mantener unos estándares de excelencia. Es algo comprensible: hasta el
mejor material termina desgastándose y no hay manera de exprimir una
naranja eternamente. Aun así, The Simpsons consiguió una marca
difícil de igualar: durante nueve años funcionó de maravilla en el plano
artístico. Siendo más concretos, en seis de esos años alcanzó un
continuado cenit: entre la tercera y octava temporadas no hubo
prácticamente fisura alguna, algo realmente insólito dado que rara vez
una serie que alcanza las cuatro o cinco temporadas lo hace sin empezar a
desinflarse visiblemente. Pero por muy bien que estuviese manteniendo
el tipo la que para muchos era la mejor serie del momento, era de
esperar que llegase el inevitable bajón, aunque en aquellos tiempos
había pocas cosas tan sólidas como The Simpsons e incluso dolía
la idea de que algún día podríamos contemplar su declive. Pero todo
llega. Ya en la novena y décima temporadas se dieron claros signos de
cansancio creativo, aunque el programa mantuvo la frente alta con varios
episodios aprovechables y, por qué no recordarlo, gracias a que aún
gozaba de un inmenso crédito acumulado en los años anteriores. Pero por
entonces hasta el propio Matt Groening parecía más interesado en
volcarse con un proyecto paralelo, Futurama.
La decimoprimera temporada ya daba
muchos motivos de preocupación: los hasta entonces bien tejidos mimbres
se estaban deshilachando a ojos vista. No fuimos pocos quienes pensamos
que no podía demorarse más el momento de dejar que The Simpsons se
tomase un merecido descanso. Estas cosas siempre son más fáciles de
juzgar desde fuera, de eso soy consciente, pero era tal la veneración
que muchos espectadores sentíamos por este show que la posibilidad de
verlo venirse abajo resultaba intolerable. La cosa no mejoró en el
decimosegundo año de emisión. En España, además, tuvimos que lamentar el
fallecimiento del gran Carlos Revilla, lo que significaba que el mejor
personaje de la serie perdía la voz a la que estábamos tan acostumbrados
(a día de hoy, aquellas temporadas con Revilla siguen siendo la única
serie norteamericana que prefiero ver doblada). El dificilísimo papelón
de sustituir a Revilla fue afrontado —con toda dignidad, hay que
decirlo— por un Carlos Ysbert que se encontró con la
tarea más ingrata e inabarcable de la historia del doblaje en España:
sustituir lo insustituible. Aunque lo hizo con todo el acierto que era
razonable pedir, lo cual bien vale que mencionemos aquí su nombre, el
listón estaba tan exageradamente alto que obviamente el efecto de
contraste afectó la percepción que se tuvo de su labor. En España, pues,
la desaparición de Revilla constituyó una extraña y triste metáfora de
lo que estaba sucediendo en la serie con la que rubricó su inmortalidad
profesional.
Pero volviendo al material de base, aquel año supimos que The Simpsons
era algo más que una serie en declive: era una serie en franca
descomposición. El encantamiento se había empezado a romper tiempo
atrás, desde luego, pero ahora llegaba la afrenta: los episodios
mediocres se convirtieron en la norma. Los personajes empezaban a
resultar incongruentes consigo mismos, el estilo de humor estaba
cambiando, los guiones eran menos elaborados, sin la chispa ni la
inteligencia de antaño. Tras trece años, era momento de echar el
cerrojo… pero nadie parecía hacerse cargo de la llave. Incluso los pocos
(muy pocos) fans contumaces que se habían negado a admitir la debacle
incluso en la discutible 12ª temporada, tratando de cerrar los ojos ante
los síntomas de decrepitud de su serie favorita, tuvieron que terminar
rindiéndose a la evidencia: el filón estaba agotado y el cadáver, para
más INRI, empezaba a heder. No podía extraerse más petróleo de la
franquicia, ni una miserable gota más. Las temporadas subsiguientes
fueron de mal en peor. Ya quedaba bastante atrás el día en que incluso
los más voluntariosos fans “de primera generación” habían terminado
abandonando el invento, aunque curiosamente hubo otros más jóvenes que
se subieron al carro y propiciaron que la Fox decidiese mantener la
serie con vida. Con todo, la historia de amor entre la serie y el común
de los terrícolas había llegado a su fin. La fiebre Simpson, una de las
más duraderas jamás originadas por un programa de televisión, sucumbió
víctima de la decepción. The Simpsons empezaron a perder
relevancia cultural. Toda una nueva generación para quien era
simplemente un programa de entretenimiento fácil, tuvo dificultades para
entender por qué algunos carrozas se empeñaban en decir que aquella
había sido una de las más geniales series de todos los tiempos. Una
serie de veintitrés años que —quién nos lo iba a decir entonces— ya ha
tenido más temporadas malas que buenas.
Lógicamente hay mucha gente a la que le
cuesta entender, sobre todo en España, el extraño fenómeno de la
longevidad comercial de una serie que artísticamente murió cuando muchos
de sus actuales espectadores ni siquiera habían nacido. Sí, cuesta
entenderlo. Pero la explicación es relativamente sencilla: The Simpsons
se convirtió en una nueva serie, dirigida a otro tipo de público. Una
serie de menor calidad para espectadores menos exigentes, así de simple.
Ese es el motivo por el que The Simpsons no ha dejado de
existir durante veintitrés larguísimos años. De hecho sigue teniendo muy
buenas audiencias en los USA, aunque obviamente son audiencias formadas
por televidentes muy diferentes: los espectadores estadounidenses que
un día fueron fans de los auténticos Simpsons, hace más de una década
que no se molestan en intentar recordar que el show aún existe. Y eso
que Matt Groening, tras sus escarceos con Futurama, ha defendido el saludable estado de The Simpsons —“money makes the world go around”— y ha censurado la actitud de los más críticos.
Pero diga lo que diga Groening, la serie
que él ideó garabateando a toda prisa un papel lleva tres lustros
conectada a un respirador artificial, lo cual es una verdadera afrenta a
la cultura contemporánea y a toda una generación que creció creyendo
que “otra televisión era posible”. No podemos ni queremos ser ingenuos:
el entretenimiento es un negocio como cualquier otro, no cabe duda. Pero
como en todos los negocios hay gente que se preocupa de ofrecer un
producto digno. Poca, pero la hay. Los creadores de The Simpsons
fueron, en un lejano día, esa gente. Durante ocho años se esforzaron
duramente en cumplir unos requisitos muy exigentes de calidad y lo
consiguieron, sentando las bases de toda una nueva concepción de la
ficción televisiva. Podrían haberlo dejado ahí, como se ha hecho con
muchas otras series exitosas. En el Reino Unido tenemos no pocos
ejemplos de series cómicas que no es ya que no hayan llegado a decaer,
sino que se nos han hecho muy cortas. Sí, sabemos que los
estadounidenses tienen tendencia a alargar más la explotación de sus
productos, pero hasta ellos saben parar (relativamente) a tiempo si se
lo proponen. ¿Alguien se imagina en qué hubiese degenerado The Sopranos después de veintitrés años de emisión?
La cultura, en cierto modo, es como la
política. Su producción parece fuera de nuestro alcance y en cierto modo
lo está. Pero debemos intentar ejercer una estrecha vigilancia, en la
medida de nuestra posibilidades. En cultura, como en política, no se
puede permitir que el dinero lo acabe gobernando todo… porque los
resultados están a la vista, en un campo y en el otro. Hay cosas que son
importantes en la vida de mucha gente, aunque haya quien se empeñe en
calificarla como triviales. Por lo que a mí respecta, he aprendido más
de Homer Simpson que de muchos individuos de carne y hueso que hubiese
preferido no conocer. Nunca me he topado con Homer en una taberna, pero
tampoco he hablado con Confucio o con Cervantes y
no por eso puede uno negar su influencia sobre el mundo en que vivimos.
Mantener durante veintitrés años la putrefacta carcasa de lo que un día
fue una gran serie no es muy distinto de publicar un suplemento
dominical con “anexos” a las obras de Platón o Shakespeare. Hay cosas que, simple y llanamente, no deberían hacerse.
O, parafraseando a otra serie de dibujos, inferior, pero que tiene una cita muy a propósito para la ocasión:
“Han matado a Homer Simpson… ¡hijos de puta!”
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