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lunes, 22 de octubre de 2012

20 años de Nevermind

24 de septiembre de 1991: se publica el disco que va a cambiar el rumbo de la industria discográfica durante años y va a desatar una corriente juvenil que los sociólogos aún deben de estar intentando comprender. Pero, ¿por qué precisamente ese disco y no otro? ¿Qué hizo a Nirvana diferentes? ¿Por qué se convirtió su líder en un símbolo generacional? ¿De verdad había para tanto o fue todo un invento de la prensa?
Sabemos que la historia terminó en 1994, cuando Kurt Cobain, cantante, guitarrista y compositor de la banda se pegó un tiro en la cabeza en su casa de Seattle. Su muerte produjo una especie de canonización en torno a su persona, pero ya antes se había convertido en un icono de enrevesados contenidos simbólicos. Había aparecido de la nada como el involuntario Mesías de toda una generación, había predicado tres años como Jesucristo y finalmente sacrificó su vida por nuestros pecados. O por los suyos. O por los de su familia. Quién sabe.
Éxito por sorpresa
En Seattle nunca pasaba nada. Hoy nos parece casi irreal, pero en 1990 las compañías discográficas ignoraban por completo la escena musical de la ciudad. Incluso las giras de los grandes artistas norteamericanos se saltaban Seattle, pese a ser una población de más que razonable tamaño. Todo de lo que la ciudad podía presumir de cara al mundo era haber sido lugar de nacimiento del dios de la guitarra eléctrica, Jimi Hendrix. Poco más. Los grupos que tenían que llegar a algún sitio ya habían llegado: Alice in Chains o Soundgarden se habían labrado cierto nombre dentro del circuito metálico aunque nadie esperaba que se convirtiesen en fenómenos comerciales (y de no ser por Nirvana, probablemente no se hubiesen convertido). Screaming Trees habían obtenido cierta repercusión en los todavía minoritarios círculos del “rock alternativo”, una etiqueta que, como tantas otras, no tenía ningún significado concreto. Aquello era todo lo que había dado de sí una efervescente escena local —que alguien, por algún motivo, bautizó como “grunge”— que para entonces estaba ya en franca decadencia. La modesta explosión musical de Seattle había muerto casi al instante de empezar. Algunos músicos del lugar sólo habían conseguido triunfar al emigrar, como Duff McKagan, que en pleno 1991 era bajista en Guns N’ Roses, para lo que había tenido que abandonar su ciudad. No era nada nuevo: incluso Hendrix tuvo que huir de Seattle para llegar a alguna parte en el mundo de la música.
Pero había alguien en la ciudad que no se daba por vencido y seguía teniendo ambiciones. Un chaval de Aberdeen —un pequeño suburbio de las afueras— pensaba que podía llegar más lejos de lo que permitían las breves fronteras del norteño estado de Washington. Lideraba un trío de pseudopunk llamado Nirvana pero apenas había conseguido repercusión tras publicar su primer disco en la principal discográfica local, Sub Pop. Buscando una mayor proyección comercial Cobain decidió firmar con una filial de Geffen, la misma compañía que había convertido a los Guns N’ Roses en el grupo de rock más exitoso del planeta. Aunque nadie en Geffen confiaba en que  Cobain y los suyos dejasen de ser una banda de culto, tenían la esperanza de que Nirvana podría convertirse en un grupo con cierto renombre, al estilo de Sonic Youth o los Pixies. Pensaban vender unos doscientos mil discos en total, una cantidad respetable pero modesta si tenemos en cuenta la magnitud del mercado norteamericano y lo que conlleva en gastos de publicidad y distribución. Con esas doscientas mil copias se hubiesen dado con un canto en los dientes. En 1991, el punk melódico y retorcido de Nirvana no era algo que pareciese tener cabida en las listas de éxitos. Pero el segundo disco del grupo, Nevermind, fue publicado en septiembre y al poco ya vendía doscientos mil discos no en total, sino por semana. Todo causado por la reacción histérica del público ante el primer videoclip del grupo, Smells like teen spirit, emitido por la MTV en horario nocturno. Por algún motivo, aquella canción fue el catalizador de una reacción juvenil que se extendió como la pólvora. No resulta fácil entender por qué.
Explicando lo inexplicable
kurt cobain adolescente
Aunque más tarde pretendió que no, Cobain había soñado con ser una estrella del rock desde su adolescencia.
Sobre un escenario, Kurt Cobain no era un tipo especialmente carismático. Tenía una gran voz, había una extraña energía rodeándole, pero no era precisamente un imán para las miradas. No era Freddie Mercury, ni Prince, ni David Lee Roth. Kurt Cobain no tenía madera o vocación de estrella. En los videoclips o en las fotografías, sin embargo, la cosa cambiaba. Ahí emergía un diferente tipo de carisma que resultaba invisible o inexistente en otros ámbitos. Había algo en él que para los adolescentes le convertía en “uno de los nuestros”. Aunque era un tipo guapo, no era alto, ni musculoso, ni de ninguna manera imponente. Era desgarbado, vestía de forma desaliñada y escondía su rostro detrás de una melena como queriendo decir “no me importa si soy guapo o no, y a vosotros tampoco os importa”. No salía al escenario descamisado y consciente de su propio sex-appeal como Chris Cornell. Y desde luego no parecía dispuesto a vestirse de traje y corbata para deslumbrar con su —inexistente— sonrisa a las clientas para venderles el último modelo de aspiradora. Kurt Cobain era un tipo tímido y acomplejado. Su físico, en algunos aspectos, recordaba al del “perfecto chico americano”: rubio, ojos azules, rasgos armoniosos. Pero su aspecto y su actitud contradecían ese estereotipo. No quería ni podía ser el perfecto chico americano. Distaba mucho de considerarse tan perfecto y no se molestaba en disimularlo. Parecía incluso levemente molesto consigo mismo. Se percibía en su postura, en su ropa, y desde luego en su música. Era diferente a lo que solía verse en la MTV, era un inadaptado.
Daba la casualidad de que el mundo estaba lleno de adolescentes más o menos inadaptados —o simplemente descontentos— que se identificaron instantáneamente con esa actitud, como años antes otra generación de jóvenes descontentos recibió como agua de Mayo a los Sex Pistols y su comportamiento desafiante y contestatario. A principios de los 90, especialmente en occidente y Japón, había muchos adolescentes que habían crecido en unas sociedades ricas donde tenían las necesidades básicas cubiertas, pero que al mismo tiempo eran presa de carencias que ellos mismos no eran capaces de identificar o expresar. Carencias afectivas, familiares, de autoestima… siempre es difícil encontrar un adolescente contento consigo mismo, pero por entonces el fenómeno parecía haberse multiplicado. Aquel videoclip de Nirvana y aquella canción cuya incómoda descarga de energía chocaba frontalmente con un pop imperante que invitaba a la despreocupación y el desenfado, actuaron como un espejo en donde jóvenes de medio mundo se vieron reflejados de repente.
A través del espejo
Cobain siempre pecó de estar demasiado mediatizado por la imagen de lo que él creía debía ser un músico “alternativo” o “antisistema”. Su música era auténtica, sus letras también, así como la mayor parte de sus comportamientos y declaraciones; pero a veces el papel que quiso representar como “estoy dentro de la industria musical pero no formo parte de ella” le quedaba un tanto forzado. Es comprensible en cierto modo, porque formaba parte de una “ética  underground” que había heredado de los círculos en donde se movía. Se creó un personaje, el enfant terrible del panorama rockero, que no tenía demasiado sentido aunque él por momentos parecía pensar que sí. Pero más allá de eso había algo en lo que Cobain era irremediablemente sincero: estaba jodido. Y aunque antes de su suicidio poca gente sospechaba cuán jodido estaba, todos sabíamos que algo no iba bien en su cabeza. Pero bueno, también lo sabíamos de otras estrellas del rock.
Kurt Cobain Llorando
La impactante imagen de Kurt Cobain llorando descolocó a mucha gente cuando fue publicada en la época, aunque nadie supo ver que era síntoma de cosas bastante graves.
Cobain canalizó la angustia de una generación porque esa generación vio más allá de la pose que él pretendía transmitir y captó bastante más que meros retazos de su verdadera personalidad. Cuando los detalles de su biografía fueron haciéndose públicos empezó a resultar evidente qué era lo que habían visto los adolescentes en él. Cobain, efectivamente, no se hacía el inadaptado: era de verdad un inadaptado. Había crecido en una familia disfuncional, había mostrado desequilibrios emocionales importantes siendo sólo un niño y arrastraba traumas, inseguridades y heridas desde su más tierna infancia. Había sido despreciado y maltratado por compañeros de escuela. No era exactamente un ídolo del rock subido a un pedestal, un virtuoso de la guitarra al que un joven quisiera imitar, como Slash o Eddie Van Halen, sino más bien alguien más terrenal con quien sencillamente resultaba fácil identificarse a distancia. Ni siquiera sus propios seguidores hubieran creído de antemano que podrían admirar a alguien tan aparentemente insignificante como Kurt Cobain, que sí, tenía talento, pero no era exactamente un “dios del rock”. Era más bien como el tipo raro de la clase al que un día le cuentas tus problemas y no sólo los entiende, sino que resulta que los suyos son aún peores.
Además hacía la música que los jóvenes querían escuchar: furiosa y desencantada, completamente opuesta al pop comercial que, con pocas aunque sonadas excepciones, dominaba las listas. Obviamente, su enorme talento como escritor de canciones —especialmente componiendo melodías memorables— hizo el resto. Después del impacto inicial que producían sus aires de “rebelde sin causa”, la gente descubrió que había todo un disco repleto de energía explosiva y canciones con vocación de clásico. El Nevermind era un pedazo de dinamita, pero dinamita recubierta de diamantes.
Moda, debates y parafernalia
El éxito del Nevermind provocó dos fenómenos extramusicales paralelos que no se habían producido, por ejemplo, con el éxito aún mayor —aunque mucho menos repentino— del Appetite for destruction de los Guns N’ Roses, quienes eran más como la típica banda clásica a la que un seguidor contempla y admira desde fuera, imitándolos quizá, pero sin realmente identificarse con ellos. Lo de Nirvana fue distinto: causaron una avalancha de expresividad juvenil y el mundo adulto quedó repentinamente atónito al comprobar el nivel de descontento acumulado por sus, a priori, felices hijos del primer mundo. Los adolescentes aprendieron de Cobain conceptos y palabras que no siempre sabían usar de manera atinada, pero que daban a entender que no eran exactamente felices: cosas como “estoy deprimido” o “el mundo es una mierda” no era lo que cabía esperar oír en el seno de familias teóricamente libres de grandes problemas. El huracán sociológico desencadenado por Nirvana no se apagó rápidamente ni mucho menos: cuando la industria musical quiso explotar —y explotó— el filón de grupos musicales de Seattle, resultó que un buen número de ellos transmitían también mensajes oscuros repletos de melancolía y desesperanza.  El asunto llenó páginas de prensa y muchos minutos de debates televisivos; se popularizaron conceptos como el de la “generación X” en el apresurado intento de responder al misterio “¿Qué demonios les pasa a nuestros hijos?”.
Foto promocional de Nirvana
Foto promocional de Nirvana
El otro fenómeno fue más sencillo pero no menos llamativo: la moda. Una palabra como “grunge” que no significaba nada en concreto y que sólo había servido para etiquetar a un puñado de grupos de mala muerte condenados al anonimato en la gran ciudad más ignorada de los EE.UU., se convirtió en una etiqueta comercial como otra cualquiera: de repente, los vaqueros rotos y las camisas de franela tradicionales entre los jóvenes de la fría Seattle empezaron a venderse en boutiques para ricos a precios astronómicos. Modelos masculinos y femeninos aparecían en elaborados montajes fotográficos para revistas pijas con atuendos “grunge” y luciendo sus palmitos en pose desencantada, como una especie de cruda y cruel ironía que parodiaba sin pretenderlo la actitud rebelde y el hastío vital de Kurt Cobain. Incluso en películas de Hollywood se puso de moda hablar del “grunge” hasta extremos en ocasiones sonrojantes. El propio Cobain, que había sido el chico menos “guay” de su instituto y que había aguantado burlas y palizas, contemplaba ahora con disgusto cómo diferentes industrias comercializaban su imagen porque era lo que estaba de moda y lo que quedaba bien: de repente ser un inadaptado era “ser guay”… siempre y cuando fueses lo bastante guapo y delgado como para que te quedase bien el uniforme de inadaptado pret-a-porter, claro. Aquella comercialización del “grunge” fue tan ridícula que hasta los propios músicos hablaban de ello con más que notoria repugnancia.
La industria musical fue la que cambió de manera más radical y duradera a raíz del Nevermind. Como decíamos, las compañías discográficas se lanzaron de cabeza a Seattle para lanzar a cualquier grupo originario de la ciudad e intentar convertirlos en los “nuevos Nirvana”. Alice in Chains o Soundgarden fueron redescubiertos para un público general y nuevas bandas como Pearl Jam se convirtieron en la nueva sensación de la temporada. El rock “alternativo” dejó de ser una alternativa para convertirse en la moda predominante y aparecían grupos “alternativos” hasta de debajo de las piedras. ¿Qué significaba ser “alternativo”? Pues básicamente tener un sonido basado en guitarras saturadas, con melodías melancólicas y letras que hablasen de angustia existencial. En lo musical, la moda duró bastantes años. Michael Jackson y Madonna tuvieron seria competencia durante una buena temporada.  Nirvana había establecido un nuevo paradigma discográfico que se prolongaría durante el resto de la década de los noventa.
Muerte y canonización
Mientras el tsunami “grunge” arrasaba el mundo del espectáculo —música, cine, televisión, moda— a causa de su éxito, Kurt Cobain iba siendo absorbido por una espiral autodestructiva incrementada por las presiones de la fama, la persecución de la prensa del corazón y su tormentoso matrimonio con Courtney Love, probablemente la última mujer que le convenía a alguien con los problemas de Kurt.
kurt cobain MTV
Cobain impresionó con una brillante actuación acústica en el programa "Unplugged", aunque mucha gente empezó a notar que parecía pasarle algo raro.
La drogadicción de Cobain era bien conocida y a nadie le sorprende algo así en una estrella del rock. Las letras de sus canciones, sin embargo, daban una buena pista de hasta qué punto estaba destrozado por dentro, pero como suele ocurrir, resultaba difícil decir a priori qué parte correspondía a la realidad de la persona y qué parte era ficción del artista. En sus entrevistas también dejaba indicios sobre lo miserable de su existencia, pero muchos podían pensar que se trataba simplemente de un mal bache o incluso que eran exageraciones producto de la pose, como sí ocurría con algunos otros músicos de la era grunge. El resultado fue que Cobain era uno de los individuos más famosos y admirados del mundo pero estaba hundiéndose en la miseria sin ninguna ayuda efectiva. Su mujer le martirizaba con continuos chantajes emocionales y ataques destinados a destruir su autoestima, mientras la prensa le desequilibraba aún más con continuas habladurías, cotilleos y rumores grotescos. Kurt Cobain estaba solo y la presión estaba quebrándole. Hubo algún intento de suicidio con somníferos que fracasó y que mucha gente vio como una simple llamada de atención: sí, Cobain no está bien, pero ¿se suicidaría alguien que está ganando tantos millones? Seguro que en cuanto se le pase la neura del momento y se deshaga de la maléfica Courtney le veremos liado con actrices y modelos, viviendo la vida a todo tren.
Pero no: sus problemas eran mucho más graves de lo que nadie podía sospechar. Irónicamente, uno de los últimos individuos con quien habló cara a cara —quizá el último— y por quien conocemos algunos detalles previos a la muerte del cantante fue un miembro del “grupo rival”, Guns N’ Roses, con quienes Nirvana habían tenido varios enfrentamientos (estúpidos, todo hay que decirlo), tanto cara a cara como en los medios. El Bajista de los Guns N’ Roses, Duff McKagan y Kurt Cobain coincidieron en un vuelo de regreso a Seattle y se sentaron juntos. Conversaron sobre cualquier cosa excepto sus respectivos problemas de drogas y alcohol, pero a Duff le dio la impresión de que Cobain estaba realmente deprimido y aquello le preocupó bastante. Consideró la idea de invitar a Kurt a su casa porque le parecía que “se sentía muy solo”, pero cuando bajaron del avión y la gente les vio juntos se montó un pequeño revuelo, del que un asustado Cobain huyó rápidamente tan pronto como Duff le perdió de vista por un minuto. Dos días después, Kurt Cobain era encontrado muerto en su casa.
Antes de su muerte Kurt Cobain era ya un icono generacional, pero la noticia de su suicidio le elevó prácticamente a los altares. La misma prensa que le había insultado con regularidad comenzó a ensalzarlo con términos igualmente exagerados. Se reavivaron los debates sobre el existencialismo juvenil aunque en realidad la muerte de Kurt Cobain fue también la muerte sociológica de la “era grunge” y el concepto de “generación X”, por un sencillo motivo: la juventud se había identificado con él, pero no todos los jóvenes estaban tan, tan dañados como él lo estuvo. Identificarse con su descontento era fácil, pero identificarse con su suicidio no. Sus fans tenían que seguir adelante y pasar página. No le iban a dejar de admirar por haberse quitado la vida —de hecho en muchos casos fue al contrario, quizá porque aquello demostraba que Kurt había sido sincero— pero ya no tenía sentido imitarle. La gente, aunque esté jodida, suele querer vivir. Eso sí, la noticia de la muerte de Cobain causó un considerable impacto, similar al que había producido años atrás el asesinato de John Lennon. Kurt Cobain fue ascendido al mismo Olimpo en el que moraban Lennon, Jim Morrison, Janis Joplin o su paisano Jimi Hendrix. Casi nadie discutió el que Cobain fuese incluido en ese club, lo cual nos deja con una última pregunta…
¿Realmente era para tanto?
Sí. Cobain fue casualmente el icono de una generación, pero su talento musical respaldaba el fenómeno sociológico. Nevermind y su sucesor, el más crudo In utero, están repletos de momentos de sublime inspiración. Era un gran escritor de canciones. Se le acusó repetidamente de imitar el estilo de otros, acusación innecesaria porque él mismo lo admitía abiertamente. Podía haber copiado las formas de los Pixies, los Replacements o quien fuera, pero existía una más que sutil diferencia: las melodías de Kurt Cobain eran con frecuencia mucho más memorables que las de bastantes de los grupos a los que él admiraba e imitaba. Muchos otros músicos —entonces y ahora— reconocieron abiertamente la capacidad de Cobain para escribir canciones sencillas pero que tenían vida por sí mismas, además de que poseía una voz extrañamente efectiva y desde luego única en su género. El Nevermind fue más que una moda: era y es un disco impresionante de principio a fin, donde prácticamente todas las canciones tienen entidad y peso específico. Atesoraban lo que la música popular de hoy tanto echa en falta: una melodía única, característica y emotiva.
Han pasado veinte años y no se ha vuelto a producir un fenómeno similar. Para empezar podríamos debatir si se ha vuelto a publicar un disco con la misma capacidad de impactar que aquel Nevermind: algunos opinamos que no. Pero aunque admitamos lo contrario, ya no vivimos en la sociedad de los noventa. El descontento juvenil sigue existiendo sin lugar a dudas, pero hoy existen otras entidades que al parecer amortiguan, absorben o diluyen ese descontento, como Internet. Quizá los más jóvenes ya no necesitan un icono generacional en el que proyectar sus inquietudes, porque pueden volcar esas inquietudes en la red. Tampoco el estado la industria musical favorece el fenómeno: la gente ya no compra música, la descarga, y las discográficas han respondido apostando más que nunca por el monopolio de productos estándar y música fabricada en serie. Es bastante probable que si se publicase Nevermind hoy en día sólo un puñado de seguidores quedarían maravillados por su contenido mientras el resto del mundo seguiría sin enterarse de que en una recóndita ciudad llamada Seattle —que como mucho nos sonaría por alguna película, ya que allí los rodajes son baratos— había un grupo llamado Nirvana, que en una realidad alternativa había provocado una revolución generacional. Demos gracias, al menos, de que aquel disco aún se publicase en una época donde dichos fenómenos inesperados podían todavía producirse, porque hoy podemos disfrutar de la música que contiene y, aún más, de toda la música de tantos otros artistas que hizo posible que llegase a nuestros oídos. No por nada Kurt Cobain está en el Olimpo junto a los más grandes.

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