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lunes, 22 de octubre de 2012

Bob Dylan

Bob Dylan: Tempest

Posted by Emilio de Gorgot
A menudo, ponerse a hablar de Bob Dylan supone bascular entre quienes ensalzan ciega e incondicionalmente al mito como si no fuese un ser humano y quienes se empeñan en desmitificarlo por las buenas sin alegar un motivo demasiado convincente. Es lo que sucede cuando alguien se convierte en una referencia cultural universal: están los creyentes y están los descreídos, y queda poco espacio para situarse en el medio. Pero más allá de eso, está el hecho —que a veces todos pasamos por alto, la verdad— de que Dylan es simple y llanamente un señor que se dedica a hacer música y sacar discos. Y sí, resulta difícil comentar un disco suyo sin tener en mente que se trata de él, pero a fin de cuentas se supone que es la música lo que realmente importa y lo que ha convertido a Bob Dylan en la figura trascendente que ahora es.
Pues bien, a sus setenta y un años Dylan se niega a dormirse en los laureles. En realidad, de entre las críticas que se le pueda hacer al personaje, no está el que haya tenido mucha tendencia a acomodarse en su propia leyenda en lo musical. Es decir: muchos de los mejores músicos del mundo lo consideran una referencia básica, un icono, cuando no directamente un dios. Fue ídolo de Jimi Hendrix, de los Beatles, de Neil Young. Todo el mundo ha tocado sus canciones. El Papa lo llama para actuar ante él. Muchos presidentes darían una mano por fotografiarse en términos amistosos con Dylan. Y a pesar de todo esto, él ha seguido esforzándose por hacer buena música. Unas veces ha tenido más fortuna que otras, es cierto, pero cada cierto tiempo ha sorprendido con un disco que ha provocado una reacción ya habitual en su carrera: “Ah, pero, ¿Dylan es todavía capaz de publicar un buen disco?”. Probablemente se deba a que Bob Dylan, más que otros cantautores-fetiche que todos tengamos en mente y que recurren más a la explotación del culto a sí mismos, es un tipo que de verdad, hasta límites de casi erudición, conoce y ama la música. Mucha gente desconoce el dato, pero Dylan es una enciclopedia andante en lo tocante a música popular norteamericana de la primera mitad del siglo XX. El tipo no se sienta con la guitarra a sacar una canción por el procedimiento —al que tan acostumbrados estamos en España, por cierto— de “qué pedazo de artista soy porque lo dice mi mamá; voy a hacerme el interesante”. No. El tipo, musicalmente hablando, sabe lo que está haciendo. Dylan puede nombrar e interpretar de memoria más canciones del bagaje musical norteamericanos que todos los lectores de Jot Down juntos; conoce infinidad de artistas oscuros y músicas perdidas en el tiempo y es el heredero de una tradición de la que ahora también él forma parte.
Esta sabiduría musical, obviamente, no siempre se plasma en discos geniales. Un artista es ante todo un ser humano con todos sus defectos, y el resultado de su trabajo varía de acuerdo a las circunstancias. Dylan, en diversas ocasiones, ha publicado discos más flojos de lo que se esperaba. Como todo el mundo. Pero sin todo ese bagaje que atesora en su cabeza, sin todas esas formas musicales que tiene asimiladas hasta la médula, resultaría imposible que en pleno 2012, y a una edad en que muchos artistas ya sólo tiran de nostalgia porque han consumido su ímpetu creativo, publique un disco como Tempest, que suena vivo e intemporal, en el que asoman las raíces por los cuatro costados y que podría haber sido perfectamente grabado por el Dylan de los setenta. Los críticos han ensalzado Tempest prácticamente sin excepción, pero esta unanimidad no se debe a que piensen que Dylan merece el homenaje y sean benevolentes con un disco mediocre; es que el disco es muy bueno.
Se abre con el single Duquesne Whistle, destinado a convertirse en un clásico más de su repertorio: la típica canción que Dylan se saca de la manga con esa facilidad tan suya y que termina echando a andar por sí misma en la mente y el corazón de sus oyentes. La canción tiene una estructura tradicional —como todas en el disco, muy anclado en las raíces como decíamos— y un videoclip, por cierto, que ha sorprendido por su cinismo y sus escenas violentas. Sigue el disco con Soon after midnight, una balada típicamente “fifties” que, musicalmente hablando, nos evoca un autocine y una hamburguesería. Narrow way es un rhythm & blues del delta, puro y duro, deliberadamente anclado en las pantanosas riberas del Mississipi. Long and wasted years es una balada dramática, típicamente “dylaniana”, de esas que son como una película donde una historia va desarrollándose sobre le trasfondo de una música solemne. Pay in blood es algo más animada y con vocación más pegadiza, aunque curiosamente termina siéndolo menos que otras canciones más largas y reposadas. Scarlet town vuelve al tono reposado que predomina en el disco, con esos aires fronterizos, como de sintonía de película western, que tanto le gustan a Dylan. Early Roman kings es otro blues con todas las de la ley, que a cualquiera le traerá inmediatamente al recuerdo cosas como el famoso Mannish boy de Muddy Waters, o cualquiera de esas otras docenas de canciones que usan el mismo “riff” tradicional de cinco notas. Tin angel es una de las canciones más largas y lentas del disco, pero curiosamente he de decir que es una de mis favoritas: durante nueve minutos, sin variar un ápice la base musical, Dylan va narrando una de sus historias de película. Pese a lo repetitivo de la canción, el viejo Bob se las arregla para capturar al oyente y mantenerlo en vilo hasta el desenlace final, en mitad de una atmósfera envolvente e hipnótica. La monotonía del tema se termina transformando en toda una experiencia: pura magia. La siguiente canción, Tempest, sigue un patrón similar y es todavía más extensa (catorce minutos nada menos: esta sí que se me hace larga), sobre una base country aferrada a sonidos de los años treinta y cuarenta. El disco se cierra con Roll On John, una balada melancólica, también con ciertos aires country, en la que Dylan se recrea añadiendo drama con su voz carajillera, aunque a mí, subjetivamente, también se me hace un poco larga.
En definitiva: un trabajo100% Dylan, con canciones que —con los debidos matices— hubiesen encajado en casi cualquier disco de cualquiera de sus épocas, y del que se puede decir con toda tranquilidad que pertenece a la selecta colección de lo mejor de su discografía. No digo que sea una de sus obras maestras, pero sí que no desmerece lo más mínimo en una estantería junto a aquéllas. Evidentemente, Tempest no está destinado a satisfacer a quienes esperen ansiosamente el nuevo single de David Guetta, pero es un disco que encantará a cualquier fan del Bob Dylan de siempre, y que también debería complacer a quien sencillamente disfrute de la buena música tradicional norteamericana. Porque en el disco no hay casi nada que suene posterior a los años cincuenta; no hay giros modernizantes, ni arreglos experimentales, ni concesión alguna a la contemporaneidad. Dylan se aferra a lo que mejor conoce y ha obtenido un resultado incontestable.
Solemos quejarnos de que se publican pocos clásicos en nuestro tiempo; pues aquí tenemos un disco con vocación de tal. Es Bob Dylan, el de siempre, al nivel que desearíamos esperar de él. Disfrutémoslo. El disco lo merece.

 http://www.jotdown.es



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